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Anzuelo.



Valencia, Plaza del Caudillo, 1978.



Otoño en la ciudad del Turia, el viento sopla quejumbroso entre los edificios, jugando con las marrones hojas caídas que bailan ante mis ojos, deleitándome con sus increíbles cabriolas.



El cielo, plomizo, promete un frío crepúsculo, con gotas de lluvia que sembrarán de paraguas de colores las calles.



Mis pasos, sin prisas, me llevan hacia la parada del autobús, donde una pequeña multitud se apiña esperando el gusano verde con asientos de madera que nos conducirá hasta nuestros hogares. Un hombre, embutido en una gabardina color crema se atusa el irrisorio bigote que hormiguea sobre unos labios quebrados por el frío. A su lado, una joven morena se anuda la larga bufanda alrededor de su, imagino, hermoso cuello. Sobre su lacia cabellera, se enfunda un gorro de lana con los colores del arco iris, donde una borla de color rojo fuego, como mi deseo, es mecida por el viento. Suerte de él, que es capaz de rozar su piel. Sentada en un banco, una mujer mayor enfundada en un manto negro, como el carbón, juguetea con las cuentas de su rosario, mientras en un susurro canta una amarga salmodia de frases inconexas para mi atea fe.



Atravieso el paso de cebra, con sus estampadas franjas blancas pintadas en su resbaladizo vientre, mientras el delicioso aroma de las castañas asadas me llama desconsoladamente, ya que no tengo una miserable peseta de más. El hombre del puesto, un orondo personaje con las gafas de pasta marrones sobre la nariz lechosa, remueve con maestría los preciados frutos sobre las ardientes brasas, llenando con las delicias calientes un cucurucho de papel, que después de cerrar ofrece a un anhelante niño unido a su madre por la protectora mano enlazada. Mi boca se convierte en una salivante fuente de envidia contenida y mi estómago protesta enjuto de tantas penurias culinarias.



Es el sino de los hambrientos, y no sólo estomacalmente hablando, el sufrir por lo que jamás estará a tu alcance.



La parada se va llenando de parroquianos dispuestos a volver a casa tras un largo día de trabajo. Yo, me apoyo en la precaria señal metálica que marca el destino de mis inquietudes y me dejo acunar por el vaivén de la barra plateada, que con mi peso protesta disimuladamente. Dejo vagar mi mirada curiosa entre los compañeros de espera, anhelando tal vez un guiño amistoso, una mirada casual, pero en la impersonalidad de la ciudad, cada cual viste su mirada de ausencia.



Paseo entonces mis ojos por las nubes, cargadas de tormenta, bajo por los edificios de piedra blanca y voy caminando por ella por el asfalto, donde varios charcos del matinal chubasco resisten estoicos su inevitable evaporación. Estoy llegando a la acera donde mis pies se apoyan cuando, a un metro escaso de mí, un brillo metálico llama poderosamente mi atención. Me incorporo, pasando el peso de mi cuerpo a mis pies, liberando el sufrido poste. ¿No es acaso, una moneda de 50 pesetas perdida en medio de ese dedo de agua el brillo que me atrae?. Doy un paso titubeante, deseando no llamar mi atención sobre el resto del gentío. Miro con más atención, sí, es él. Una cabezota blancuzca con la calva reluciente y ese inequívoco bigote sobre los odiados labios, que tanto nos han hecho sufrir. La imagen del Dictador estampada a relieve sobre la moneda de plata, mirando eternamente a su derecha, como no podía ser otra. Por un segundo, las dudas me asaltan. ¿De quien podría ser es moneda?. ¿Y si algún pobre diablo la ha perdido, con la falta que nos hace falta a todos el dinero?. ¿Y si era todo su capital, tal vez para dar de comer a su familia?. ¿Y sí…?



Tras el segundo de titubeo y remordimiento, acuden a mí todas las posibilidades que me ofrece el pequeño tesoro. Un ardiente cucurucho de castañas asadas, un bocadillo de tortilla de patatas y una botella de vino en el bar de La Madrileña, un desayuno completo en la cafetería de la Puri…



O tal vez, podría invitar a Esther al cine, podría ir a ver el estreno de “El expreso de Medianoche” en el Serrano, con sus butacas de fieltro azul y esa inmensa pantalla panorámica, y esas últimas filas donde podría robarle más de un beso, sino una caricia de más.



O, para ser prácticos, debería de ponerme al día con las cuotas del Sindicato y del partido, que no están las cosas para quedar desprotegidos.



Avanzo un paso más, mis zapatos pisan el agua sucia de grasa, me inclino con la mirada pegada al suelo, a la moneda que ha abierto la caja de Pandora de mis deseos, mi brazo, acabado en una mano ansiosa roza la superficie del agua en el mismo momento que un grito se eleva por encima de sentidos. Siento un inmenso dolor en el costado izquierdo, el mundo se ilumina de color verde para pasar al azul cielo en un instante, me siento volar hasta caer rendido en el frío asfalto, mi cabeza cae despacio, casi en cámara lenta sobre la esquina del bordillo, un crujido, seguido de una oleada de frío, calor, frío, oscuridad, silencio.



* * *



Una moneda rueda a través de un húmedo suelo, empujada por el roce de la rueda del autobús, hasta que la carrera pierde impulso, cayendo en un tintineante baile a un metro escaso del paso de cebra. Dentro de ella, una sórdida y malévola sonrisa parece desdibujarse en el busto de un pequeño diablo calvo.



Un niño, con un cucurucho de castañas todavía humeantes se desliga por un instante de la mano de su madre.



“Mira mamá, una moneda”

1 Comment:

  1. fonsilleda said...
    No sé por qué no te había leído antes, pero nunca es tarde... ¿verdad?.
    Me ha gustado mucho el relato que, espléndidamente titulado, discurre por un estómago hace ya unos cuantos años.
    Me voy a quedar con el enlace, luego de pasar por tu otro blog.

    (Soy trasdeza de GB, por si terminas intrigado).

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