Me encanta la música jazz, según para qué momento del día o el estado de ánimo en el que te encuentras en ese instante. Por ejemplo, una suave melodía de saxofón envolviendo el ambiente a tú alrededor, una copa de vino blanco en la mano y el olor del sándalo que se desprende del cono de incienso, que reposa en el platillo de cerámica que compré en la última feria artesana donde me perdí. Ese es uno de los momentos en los que me dejo llevar por ella, si a la par añadimos buena compañía, a poder ser del sexo opuesto, vamos elevando el listón. Ya sólo faltaría que la inteligencia y la dialéctica de la dama en cuestión, fueran apasionantes, para poder perderse en los lagos de sus ojos mientras sus labios sugieren palabras, que debes rebatir con prontitud y a conciencia, no dejando que se denote tu falta de cultura, que ocultas tras una máscara de fácil verbo y léxico apasionado.
Pero esta idílica imagen es difícil de alcanzar, sustrayéndose al olvido cuando te encuentras ante la pantalla en blanco, que te mira anhelante. De los altavoces, la dulce voz de Nora Johns acuna tus ensoñaciones, y olvidada en la mesa de trabajo, la copa casi vacía clama en silencio la caricia de tus labios.
Miro el cursor, que descansa sobre el botón de enviar en el gestor de correo electrónico. El texto del mensaje es breve, conciso, aterrador desde mi punto de vista. Con manos temblorosas he quemado todas mis naves, llevado de la mano de las sirenas que mecen mi locura, guiándola hacia las rocas. Releo la escueta frase, aunque me la sé de memoria. El corazón, desbocado, pugna por saltar de mi pecho y estrellarse contra la pantalla de cristal. Hago clic con el ratón, y un cuadrito de texto emerge del fondo del programa, indicándome que espere, para darme la confirmación de que el mensaje se ha mandado con éxito. Cuento los segundos, y al momento me arrepiento de mi locura. ¿Cómo podía haberme atrevido a invitarte a cenar?
Me levanto del sillón del escritorio, deambulo de la mesa a la ventana, giro a la estantería, paso los dedos de la mano acariciando el lomo de los libros que acompañan mis horas, me siento en el sofá rojo, donde una guitarra me mira acusadora. Sí, lo he hecho, le respondo. La tomo entre mis manos, dejándola reposar en mis rodillas. Cierro los ojos y mis dedos lamen la piel de madera - que no palosanto, mis emolumentos no me lo permiten-, se detienen en un traste cualquiera y presionan delicadamente las cuerdas de nylon. Mi mano derecha ejecuta un acompasado baile, y unas dulces notas se elevan del cuerpo de mujer que acaricio.
Me imagino tu cara de sorpresa e incredulidad al ver el email, ¿Qué pensarás? ¿Responderás?, Y en ese caso, ¿Aceptarás?
Imagino tu cuerpo menudo, sentado en la silla de tu escritorio, tu sonrisa, que ilumina mis sueños, y como en un arrebato de locura, me dices que sí.
Creo que no me lo creería, hasta que, con el corazón volando en mi pecho, esperase en el portal de tu casa, con una tímida sonrisa y un tulipán blanco, para sorprenderte y ver nacer tu sonrisa, iluminando mi mundo, pequeño. Imagino el rubor de tus mejillas, y el tacto suave de tus labios en mis mejillas, acompañado de unas titubeantes gracias, que se quedaría vagando en tus labios. Te acompañaría al coche, abriéndote la puerta, servicial, buscando tu sorpresa, mi dedicación. ¿Dónde me vas a llevar?, preguntarías curiosa. Yo sonreiría enigmático…
¿Qué prefieres, una cena junto las ruinas de un castillo, con la luna besándonos nuestras palabras y el rumor de los fantasmas acariciando nuestros oídos, o una terracita a lomos del mar, viendo las estrellas reflejarse en un espejo calmo, y el rumor de las olas –como mi corazón azorado, pensaría-batiendo sobre las rocas ?
En tus ojos vería la sorpresa y la incredulidad, sopesando mis palabras, creyendo tal vez que intentaba impresionarte, adularte o que todo una sarta de embustes, y que te acabaría llevando a un Chino…
Seguro de al final no contestarías, te quedarías esperando sin saber qué, y yo arrancaría, rumbo a lo desconocido, con el rumor del motor dejando atrás mis miedos. En el equipo del coche, Antonio Vega nos invitaría a acompañarle,”De sol, espiga y deseo son sus manos en mi pelo, de nieve huracán y abismos el sitio de mi recreo”… Giraría la mirada, buscando la complicidad de tus ojos, que se arrebujarían, coqueta.
Los kilómetros irían olvidándose dejando la estela de las ruedas en el asfalto, como la cola de un cometa cayendo irremisiblemente en una noche de agosto. El silencio nos observaría, mientras con palabras cortas, romperíamos el frío vaho que nos separaría. Con un ligero rumor, detendría el coche junto al mar, y cogiendo tu mano, te llevaría hasta la puerta del restaurante, donde un cómplice camarero nos mostraría nuestra mesa, al fondo del local, cuando se acaba la sala y una pequeña terraza se abre al infinito, como la proa de un barco, y las olas lamen su quilla. Al dejarnos solos, mirarías a tu alrededor, perdiéndote en la inmensidad del mediterráneo, iluminado por una luna caprichosa que nacería en el horizonte, dejando en el agua su rostro reflejado, como un eterno Dionisio.
Imagino tu rostro, iluminado por un rayo de luna, mis manos, rodeando torpemente tu cintura, el calor de tu cuerpo, atravesando la frágil tela de tu vestido. Cogerías mis manos entre las tuyas, y dejarías tu cabeza descansar en mi pecho, mientras mis labios, se posarían en tu pelo, llevándose el olor de piel, dulce, tierno, sensual. Vería tus labios, buscar la piel de cuello, y mi respiración acelerada, hasta dejar que mi boca, anhelante, muriera en la tuya, y una lengua dócil, se rindiese ante el calor que emanarían tus besos.
Mis manos, se elevarían por tu talle, acompañadas de las tuyas, torneando un cuerpo que, tembloroso, esperaría mis caricias. Tu pecho, bailaría al compás de tu respiración, mi deseo comenzaría a arder y la noche se nos haría pequeña, para lo que nuestros cuerpos desearían.
Vuelvo a la realidad, un bip bip en mi móvil me avisa de que tengo un mensaje nuevo. Dejo la guitarra en su atril y abro la tapita del teléfono. Un aviso de propaganda me regala 1000 puntos si cambio de móvil…Lo apago, desilusionado. En la pantalla del PC leo desde el sofá que el mensaje se ha enviado correctamente. ¿Qué más da?, pienso apesadumbrado. Me levanto, con paso vacilante, con la intención de apagar el ordenador, cuando un aviso en negrita llama mi atención. Me siento, tembloroso, el correo es de ella… Ha respondido, el corazón galopa a trompicones, me falta el aire, mis nervios se enredan en mi estómago. ¿Lo abro? Tomo el ratón con mis manos, lo deslizo encima del correo, y hago clic sobre él… Mientras se abre, una duda sigue royendo mi interior. ¿Aceptará?
Él. Me he despertado con una sensación extraña, con una sonrisa en los labios y a la par, la inestabilidad emocional que provoca un sueño tan vívido, tan irracional. Aún creo conservar el calor de su cuerpo pegado al mío, notar la caricia caer sobre mi pecho, el olor de su piel.
Ella. Uf…!!, ¿Es posible…?– Un escalofrío recorre su cuerpo, mira a su izquierda, la cama, vacía, le devuelve el saludo, pero la sensación del sueño, cálida, sensual y extraña persiste, atrapada entre sus pestañas.
Él. Cierra los ojos por un instante, se deja llevar por la calidez de las sábanas, por el recuerdo, la fantasía guardada en un frasco de esperanza.
Ella. Está medio desnuda, tan sólo unas braguitas negras y una camiseta blanca, que deja al descubierto su ombligo, coronado por un piercing color amapola. Las sábanas se arrebujan entre sus piernas, temblorosas, su mano acaricia su vientre mientras los carnosos labios son mordidos por unos dientes blancos, como el nácar. La mirada perdida en algún punto lejano, más allá del cielo azul que se desliza a través del cristal.
Él. Respira hondo, deja salir despacio su respiración de su pecho. En cada latido de su corazón , cree recordar una caricia, un beso robado, a la vez que se pregunta qué son los sueños.
Ella. Sus dedos, crean círculos alrededor de su ombligo y su piel, adopta ese toque de “gallina” tan peculiar, cuando nacen bultitos hipersensibles y todos los pelos del cuerpo se erizan. Su mente divaga acunada por el sopor.
- Ha sido tan real, y sin embargo, no lo entiendo... De alguna manera, estaba en su casa, tal vez habíamos quedado a cenar, no consigo recordarlo. Él, con esa sonrisa de pícaro dulce, me preparó el sofá cama en el pequeño salón. Nunca antes había estado allí, pero sí que me la había retratado al detalle, con las pinceladas que provocan sus palabras, así que pude imaginar hasta el mínimo detalle. Olía a incienso, de sándalo, mi preferido, y a maderas exóticas. La luz era tenue, proveniente de una pequeña lámpara de pie, que iluminaba un tapiz indígena. Las ventanas, pequeñas, de madera, dejaban ver los tejados de la ciudad antigua. Dejó que me desvistiera en el baño para después venir a arroparme, como si fuera una niña pequeña. Me hizo gracia, fue bonito. Me dio un beso en la frente, apagó la luz y desapareció tras la cortina de tela de saco que hacía las veces de puerta de su habitación. Me sentí sola cuando se fue, de repente, me faltaba algo.
Él. No puedo recordar como llegó a mi casa, pero allí estaba ella. Su sonrisa iluminaba cada rincón de mi pequeño apartamento, un diminuto ático en el corazón de la ciudad antigua, en un edificio con tanta historia como parches tenía su fachada, con su escalera de minúsculos escalones de piedra, y esa barandilla de hierro verde, pulida por el uso.
Recuerdo el olor de su perfume, tan parecido al incienso que suelo usar, sándalo. Me dijo que se lo trajo una amiga suya, de un viaje a la India.
Después, el sueño se difumina.
La veo, más tarde, acostada en el sofá cama del comedor, con la colcha de colores que traje de Colombia cubriéndola hasta la barbilla, sonríe, me acerco y me siento a su lado. Sus ojos, son como dos brasas que me queman el alma. Me inclino sobre ella, le susurro un “dulces sueños ojitos bonitos” y mis labios se posan en su frente, suave, caliente, tierna. Me incorporo, y mi mano derecha le acaricia el pelo, lacio y oscuro, como el carbón, brillante a la mortecina luz de la lámpara. Mis dedos rozan suavemente su mejilla, deslizan un mechón rebelde de su flequillo tras su oreja, y se alejan.
Recuerdo apagar la luz, entrar en mi habitación y, al caer la cortina, sentir un inmenso dolor en el pecho, un desgarro, profundo.
Ella. Me quedé mirando el techo, escuchando el susurro del viento, el crujir de las paredes. Al otro lado de la cortina, él ¿dormiría?... Su respiración acompasada me llegaba lejana. El recuerdo de sus labios en mi frente me atormentaba, mi piel pensaba por mí, mi corazón se estaba volviendo loco, su voz la escuchaba todavía, envuelta entre algodones, lejana. Las pulsaciones de mi pequeño corazón se dispararon en mi pecho…
Él. El insomnio es el guardián de los desesperados. Ella estaba en mi casa, y no me lo podía creer, sin embargo, tan cerca y tan lejos a la vez.
Recuerdo nuestra primera cita, la de verdad. Esa no fue un sueño, lo sé.
La recogí en su casa, al acabar de trabajar. Teóricamente, no era una cita, tan sólo una cena de dos amigos que se quieren conocer.
A pesar de eso, yo temblaba de pies a cabeza, como un pajarillo herido. Fuimos al casco antiguo, a un precioso restaurante italiano. Era tarde, más de lo habitual, en unos minutos quedamos solos en la penumbra del local, iluminados por la titilante vela y la suave melodía de Jazz que nos mecía a su antojo. Hablamos de mil cosas, de su vida, de la mía, de sus sueños, de sus ojos. Salimos riendo de allí, con el sabor de la tarta de chocolate en los labios. La cogí de la mano, y empezamos a correr, saltando entre los adoquines, ajenos a las miradas de los pocos transeúntes que aún pululaban por la calle, pasada la hora de las brujas. Nos sentamos en una pequeña plaza, su cabeza se recostó en mi pecho y mi mano se enredó en tu pelo. El agua de la fuente, con la cadencia perfecta en su caída, nos arrullaba.
Me jugué todas las cartas cuando se levantó de golpe, se le hacía tarde, debía madrugar al día siguiente.
Cogí sus manos entre las mías, entrelazando nuestros dedos, la acerqué hacia mí, y le pedí un beso.
Bajó la mirada, y al subirla vi miedo en ella.
Mis defensas cayeron, mi ofensiva se volvió contraproducente en un mismo y lamentable instante.
Fuimos andando al coche, abrazados como dos amantes, la llevé a su casa y en el portal, de nuevo, nos abramos como si el mundo acabara esa misma noche, pero sus labios no fueron míos.
Ella. No sé por qué me viene esta imagen a mi cabeza ahora mismo. Lo recuerdo abrazándome, con nuestros labios separados tan sólo por una ínfima tela invisible.
¿Por qué no lo besé…? ¿Por qué no me besó...?
Él. Y sin embargo, no pude evitar enamorarme de ella, como un imberbe adolescente. Te añoraba, te necesitaba, y tú, subida en tu pedestal, imposible de alcanzar.
Ella. Creo que tuve miedo, no quería que nadie entrara en mi vida, estaba demasiado confusa, habían pasado muchísimas cosas en un corto espacio de tiempo y su presencia, cercana, la necesitaba y a la vez, temía aceptarla.
Él. El viento cobró fuerza, los nubarrones que se vislumbraban desde mi ventana se convirtieron en un masa compacta, que descargó un torrente de agua acompañado de la potente voz del trueno. Sobre mi cabeza, las gotas de lluvia repiquetean sobre el abuhardillado techado de zinc. Un relámpago ilumina mi estancia, en la puerta, como un espectro, se recorta su silueta.
Ella. Tengo pánico a las tormentas, desde pequeña. Cada vez que el cielo se vestía de negras nubes, iba corriendo a la cama de mis padres, con las lágrimas rodando por mis mejillas, buscando la protección del calor que me daban sus brazos.
Al segundo trueno, me levanté del sofá cama y entré en su habitación, mi silueta se recortó sobre el quicio de la puerta al ser iluminada por el relámpago. Sus ojos, se clavaron en mí, con el asombro grabado en sus pupilas. “Tengo miedo a las tormentas”, conseguí balbucear, entre temblores y lágrimas. Abrió las sábanas, a su lado, para que me acurrucara junto a él, y sin pensarlo, me vi pegada a su cuerpo, caliente y protector.
Su abrazo me acogió cálido, tierno. Mi cabeza se posó en su pecho, y sus labios besaron mi pelo.
Su mano, suave, acariciaba mi espalda, podía sentirla a través de mi fina camiseta. Mis piernas, se enredaron con las suyas, y mis manos abrazaron un cuerpo que me aportaba paz. El calor de su piel, era casi sobrenatural, se trasmitía a través de su fino pijama de lino. Cerré los ojos, dejándome llevar por un instante que parecía casi mágico.
Él. Cómo explicarme lo que sentí, estaba dentro de mi cama, abrazada a mi cuerpo, sintiendo cada una de sus formas, detenido el tiempo en ese instante. Casi no me atrevía a respirar. Mi mano acariciaba su espalda, el cálido desierto de mis anhelos, su aroma me inundaba y su pelo me hacía cosquillas en la nariz, mientras lo besaba, como si posara mis labios en los suyos.
Ella. Supongo, que tenía que ocurrir…es un sueño… Elevé mi rostro hacia el suyo, besé su cuello, su piel cálida y suave, subí por su mentón, su respiración se detuvo, un temblor lo recorría. Mis manos acariciaron su mejilla, se enredaron en su pelo, y mis labios coronaron los suyos, que en su momento rechazaron. Sus manos despertaron y me recorrieron urgentes, haciéndome temblar en cada caricia. Su lengua, sabia, bailó con la mía. Quedé encima de su cuerpo, dominándolo, y el quedó preso de mí, sumiso, anhelante.
Sus ojos, me hablaban en silencio.
Me dejé llevar, frotando mi cuerpo sobre el suyo, notando la dureza de su erección, el sabor de su pasión, contenida. Mis manos se deslizaron bajo su ropa, acariciando su piel, abrasadora
Él. En ocasiones, los sueños se hacen realidad, aunque sea también a través de los mismos sueños.
Me vi invadido por una tormenta de deseo, que era incapaz de controlar. Sus labios me vencieron sin yo plantar batalla, sus manos, me dejaron tendido a su merced, su cuerpo, grácil, pequeño, desesperadamente hermoso, se me abrió a mi fuego interior y yo, invadido, fui el perfecto rehén. Sus manos se deshicieron de mi ropa, las mías, se aferraron a su cintura, subieron por su torso y dejaron al descubierto sus hermosos senos, que acaricié pausado, mientras ella cerraba los ojos y se dejaba caer sobre mí, dándome a probar el sabor de sus pezones, que yo acogí como un recién nacido hambriento.
Su sexo, cálido, se acariciaba con el mío a través de sus braguitas, pidiendo el contacto con mi piel.
Ella. Quedé desnuda, sobre su cuerpo.
Su boca me recorría despacio, mi cuello, mis hombros, mis pechos, mi ombligo, mi vientre…
Caí postrada ante él, mientras con hábil maestría jugaba dentro de mí con su caliente lengua. Creo que grité, mis manos se aferraron a sus sábanas, a su pelo.
Volvió a desandar la senda de mi piel para llegar a mis labios, yo lo retuve con mis piernas, lo atrapé con mis brazos y quise que me hiciera suya, que entrase en lo más hondo de mi, que me inundase con su deseo.
Él. Desperté bañado en sudor, con las pulsaciones de mi cuerpo latiendo por encima de lo aconsejablemente permitido. Mi sexo, palpitaba, desfallecido. Mi cordura en los límites de la razón, y un olor a sándalo inundando mis fosas nasales.
Ella. Las sábanas de mi cama parecen haber sufrido una batalla campal, mi cuerpo, tiembla y se convulsiona, y mi sexo se contrae en una dulce melodía que él tan sólo escucha.
Él. Sobre la mesilla de noche descansa el móvil, donde su número está grabado, aunque cambié su nombre, puse, “No llamar”.
Ella. En algún sitio sé que tengo su número, tal vez en un email, de los que me escribió mandándome poemas, que nunca contesté.
Él. De todas maneras, qué más da. Tan sólo ha sido un sueño, real pero, imposible. Qué le podría decir, “Hola, he soñado contigo…”. ¡Qué estupidez! Me rechazó entonces, volvería a hacerlo ahora.
Ella. Podría llamarlo, pero entonces…¿qué le digo? Podría invitarlo a un café, ese que nunca tomamos, aunque se lo prometí.
Él. Se levanta, el móvil en una mano, el miedo en la otra, se acerca a la ventana, el cielo azul le sonríe.
Ella. Está sentada en su escritorio, aún lleva la misma ropa de cama. El pelo le cae en una cascada sobre los hombros. En una mano desliza el ratón de su PC, mientras el puntero se mueve por la pantalla plana, en el otro, sujeta temblorosa el teléfono portátil.
Él. Aprieta el botón verde de llamada, mientras se acerca el aparato a su oído, sus labios tiemblan.
Ella. Se escuchan los pitidos que producen los números al ser marcados, se acerca el auricular a oreja, esperando tono. No sabe realmente lo que está haciendo, ni por qué.
Él. El consabido tono de ocupado le llega a través de la línea.
Ella. El típico “Tú, Tú” le advierte de que está comunicando.
Él. Deja el móvil con un suspiro sobre el alfeizar de la ventana, era de esperar, piensa, nunca me contestaría.
Ella. Mira el número que palpita en la pantalla del teléfono. Los segundos pasan, el brillo anaranjado da paso a un opaco gris.
Él. Abre la ventana y mira el cielo, el aire fresco de la mañana le revuelve el pelo, le inflama los pulmones de ánimo, le da vida. De repente, una canción suena a la altura de su cadera, “Imagine” de John Lennon llega a sus oídos, ofreciendo un instante de magia a la mañana. Coge el teléfono, sin pensar, lo lleva su oído y pulsa el botón de descolgar.
- ¿Hola..?
Silencio al otro lado de la línea.
- ¿Hola…?, ¿Sí…? – repite.
Una voz le responde, temblorosa.
- Hola…¿te acuerdas de mí…?
Entradas más recientes Entradas antiguas Inicio
Subscribe to:
Entradas (Atom)