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Diarios de la calle. II




Tiene los pezones de un pálido rosáceo desvaído, con la goma del sujetador grabada en la piel, como un tatuaje obsceno que invitara a acariciarlo con la punta de los dedos. El vientre se le hunde por debajo de las costillas, demasiada escuálida para mi gusto, con el grosero ombligo emergido hacia fuera, quizás debido a una mala cicatrización. El vello del pubis se alza sobre el monte de Venus, cual satírico promontorio de la sensualidad, para morir en ese hendidura donde quizás una lengua recorrió sus pliegues para hacerla morir de jadeos y sudores.

Los labios de su boca están entreabiertos y dejan ver la lengua que acaricia sus dientes. Los ojos, quizás embrujadores en otro momento, me miran acusadores, como si adivinaran los pensamientos que cruzan mi podrida mente. Aparto la mirada, me repito que sólo es otra víctima más tumbada sobre la fría camilla metálica, pero siento una arcada me produce un acceso de náuseas. Jodida realidad, y además la familia se niega a firmar los papeles para realizarle la autopsia.

Los escucho discutir en el pasillo con el forense, que intenta convencerles de que es indispensable para la investigación.

No los soporto, ella gorda y con el cabello peinado como una zorra, con el culo tan grande que no le cabe en ese vestido barato. Él pequeño y con gafas de pasta, el pelo aplastado sobre la cabeza y un mohín de asco en los labios. Podría seguir vejándolos toda la noche, pero de qué me valdría. Quizás lo mejor sería salir fuera y terminar esa estúpida conversación sin sentido con una foto de su hija estampada contra esos ojillos de cerdos desollados. Quizás de esa forma lograría sacarlos de su equivocado dogma.

Cierro los puños con fuerza, respiro hondo y meto mi mano derecha en la chaqueta, hasta alcanzar el paquete de celtas, sin boquilla, como los de antes. El último habano quedó tendido sin vida en el asfalto. Lo enciendo despacio, le doy una calada y sopeso el impacto recibido en mis pulmones.

Exhalo una vaharada blanquecina y el humo acaricia su piel desnuda, me siento a su lado y la observo, fría, sin vida, con el profundo corte que le recorre el cuello. Me pregunto si sufrió, si tardó mucho tiempo en morir desangrada. Cierro los ojos, no voy a permitir que esto quede así. Aunque me cueste el puesto voy a obligarles a firmar el puto permiso, sean del credo que sean.
La puerta se cierra a mis espaldas, la cara del forense es un mapa de rabia. No ha conseguido la puta firma, y la única solución sería acudir al juez para que imponer una denuncia contra la familia. Demasiado papeleo, tiempo perdido.

Me jode transgredir las normas, y no es porque sea un modelo a seguir. No, esa no es la razón. Quisiera pensar que dentro de este puñetero mundo existe una flaca ilusión de legitimidad en nuestros actos. Pero lo dudo al ver lo delgada que es la línea que separa el seguimiento de las leyes a su infracción.

La tos de nuevo, me ataca desde las trincheras de mi enfermo cuerpo como una bruja que acechara a su presa con la manzana en la mano, me asfixia y a la par me invita a dar otra calada a esta droga que tiene tomadas mis venas, envenena mis pulmones, pudre mi aliento y destiñe el pálido color de mis dedos para dejar su enfermiza coloración. Quizás debería dejarlo, me repito por enésima vez esta noche.

Otro acceso de tos, una calada más, quizás mañana. Esta noche todavía no ha terminado y necesito de sus cálidos abrazos para obligarme a pensar.

Miro el reloj colgado sobre la pared lisa del quirófano, las manecillas siguen su inmutable curso, un segundo detrás de otro. Han pasado cuatro horas desde que se fueran los padres. Tiempo robado que nos acerca paso a paso a nuestra muerte.

- Dudo que la matara el corte de la garganta.

Es Quirós, el forense, le he convencido a realizar la autopsia a la fuerza, en contra del deseo de la familia de la chica. Siempre es bueno tener guardados los trapos sucios de la gente para usarlos en el momento adecuado, y no hay que dudar que todos guardamos nuestros secretos.

Le pido que se explique, deja un instrumento afilado en la mesa de trabajo y se acerca despacio, aproxima su cabeza de rata y me habla en voz baja. Lo aparto a un lado, me molestan estas tonterías de niñatos. La chica está muerta sobre la camilla y yo quiero respuestas.

La centrifugadora de sangre se pone en marcha en un lado de la diminuta sala, el motor eléctrico resuena como una motocicleta de pequeña cilindrada.

Quirós me mira molesto, no importa, sólo quiero saber qué ha descubierto.

- Yo diría… – habla con lenta e insufrible cadencia – que el corte del cuello lo realizaron cuando ya estaba muerta.

Respiro hondo, lo insto a seguir hablando, pues siempre me veo obligado a sacarle las palabras con sacacorchos, lo único que quiero saber cómo murió.

El tipo sonríe, me da asco esa mueca, se da la vuelta hacia el cadáver y me invita a seguirle. El pelo liso y grasiento de su cabeza está salpicado de caspa que le cae sobre los hombros.

Puta noche.


Diarios de la calle.


La ciudad duerme como un viejo dragón aletargado. En su interior, las almas de eternos moradores de las sombras se mueven en silencio en un frío y convulso baile, como la helada sangre que circula por el corazón del reptil. La ciudad, espejo de miserias humanas, boca del infierno donde anidan las más inmundas obscenidades del ser humano, grosera puerca que escupe desde su esquina al verte pasar.

En este mar de fondos de botella vacíos se repite incesantemente la misma historia. Flecos descosidos de un mantel que cubre el rostro de un moribundo ante su último hálito de vida, en un intento porque no se descubra en sus temerosos ojos el miedo a enfrentarse a lo desconocido.

Los charcos devuelven mi imagen, las bombillas chisporrotean en las farolas y el vapor se escapa de las alcantarillas. La ciudad, bruja que mira desde el otro lado de su bola de cristal, se ríe mientras nos vilipendia con su boca viperina.

Estoy cansado, harto de este mundo que me ha tocado vivir y que no ofrece descanso alguno. La noche es larga, como una puta flaca y desgarbada que enseñara sus escasos encantos al transeúnte anónimo. El frío se agarrota en mis tripas y me cuesta respirar.

La ciudad, esta cerda insatisfecha que siempre exige su precio hoy nos ha dejado su sanguinolento trofeo.

Me detengo, tiro el habano al suelo y con la punta de mi zapato lo oprimo contra el asfalto. El cielo se ha aliado con el viento y en un tétrico contubernio se empeñan en dejar caer heladas gotas de lluvia que salpican mi rostro. Mi boca es una mueca que enseña los dientes, como un lobo que acechara a su presa.

Escucho un motor a lo lejos, una motocicleta de gran cilindrada pasa de largo y la estela de su piloto queda perenne en mis ojos, como una lágrima de sangre que rodara por mi mejilla.

La ciudad, dama y señora de las derrotas.

Respiro hondo, dejo caer mi rodilla sobre la tierra a la que todos volvemos y descubro el cadáver.

Unos ojos vacuos me miran desde el infierno. Una boca muerta esboza una sonrisa amarga. La suave piel del cuello cortada en un precipitado e innatural cráter. Su pelo negro se abre como un abanico en un lienzo de sangre.

La ciudad y sus caprichos. Enciendo un habano. Sólo es una noche más.



Relato seleccionado como uno de los 50 ganadores del Concurso de Relatos "Inspiración" vinos de la España de Don Quijote.

Espero que os guste.


Amanecer

Bosteza un sol de otoño y acaricia mi piel, húmeda del rocío que impregna los sonrojados granos de vid que mis manos sostienen. Sonrío, dejo caer en el capazo el fruto de mi trabajo. Un año entero de dedicación y esmero, horas robadas al sueño, súplicas a un cielo cargado de nubarrones para que el viento se lleve lejos la tormenta, o si al final rompe no descargue asesino granizo. Cada día es una aventura en la lucha contra los elementos y yo, cual Quijote que se enfrentara con la lanza en ristre en busca de los gigantes que nublaran su visión, defiendo mi trozo de tierra, la herencia de una vida, mi existencia. Saludo al sol, que me brinda una nueva jornada de trabajo, despejo mi frente perlada de sudor. Recortado a contraluz, Rocinante, mi fiel John Deere, me espera para transportar la carga del día. Al llegar el alba volveré a besar a mi fiel Dulcinea, y le daré las gracias por no dejarme desfallecer en mi locura. Escucho el chasquido de las tijeras de podar, la jornada continúa.

Caprichoso destino




- Repasemos su declaración. Dice que el sujetador, era de color negro.
- Sí señor, como el carbón - una gota de sudor frío le recorre la columna vertebral, tiene miedo.
- Pero estaba muy oscuro... - las palabras quedan suspendidas en el aire.
- Cierto, pero pude ver su seno, blanco, y contrastaba con la tela que lo cubría.
- ¿Pudo ver su rostro?
- Le repito que estaba muy oscuro, sólo pude ver una silueta alejarse cuando abrí la puerta - cierra los ojos, una imagen acude a su rostro, un recuerdo iluminado por la luz de la bombilla, amarilla, que estaba en la esquina izquierda de la habitación - tal vez... fuera rubia.
- ¿Está seguro?
- Sí, creo... - duda mientras busca en su mente un lugar donde apoyarse para obligarla a recordar, hace tiempo acudió a un taller de potenciación y análisis de los sueños, quizás le fuera útil en ese momento.
- Necesito una respuesta, no una suposición - el inspector deja caer sus brazos sobre la mesa, creando un triángulo rectángulo con su cuerpo, está de pie y su mirada se clava en su interlocutor, como si fuera la línea dibujada de la apotema, que naciera de sus ojos.
- Era rubia, y tenía el pelo liso, con un lazo de color rojo en la parte de atrás de la cabeza - la imagen le asalta, como un disparo a quemarropa. Los ojos de la chica, vestidos de miedo y un rictus de rabia en sus labios.
- Está bien - el inspector da una larga calada al cigarro y deja que el humo se escape de sus pulmones, creando bucles de tirabuzones que se elevan hasta el techo, donde una solitaria bombilla es único testigo del interrogatorio.
- El hombre que estaba en el suelo, ¿está muerto?
- No lo dude - mientras habla, da un paso hasta ponerse detrás del hombre sentado delante de él, piensa en lo que va ha hacer y si será una rémora suficiente para la investigación. Saca su arma, la eleva hasta situarla a la altura de la oreja derecha del hombre. Las sombras crean un triángulo con la mira de su revólver y a su mente acude la fórmula del coseno. Se pregunta por qué la psique será tan caprichosa. Piensa en Lucy y en el chulo que se ha cargado después de violarla, luego mira al testigo, sonríe y aprieta el gatillo.

Bellas Artes


Su piel es mi terreno de batalla, mi deseo su legión extranjera, la que ella moldea bajo su mando para que ejercite aquellos extraños movimientos que la llevan al éxtasis. Dulce tormento, rémora de mis obligaciones, que se quedan apartadas encima de la mesa de trabajo, junto al compás de dibujo, que yace cual enemigo abatido junto al lápiz del número ocho, entre apotemas y cálculos del coseno de triángulos rectángulos, manchas de tinta y cuchillas de afeitar afiladas. A cada trayecto que mis dedos recorren sobre el árido paisaje de su vientre, que bulle como la arena del desierto donde fue gestado, nuevos remordimientos arañan mi mente. Sé que no debo consentir verme derrumbado sobre su cuerpo, que mis obligaciones son mayores que los desvelos que me producen su delirio, pero allí está ella, sonríe y toma mi mano, la posa sobre su dulce seno, que sube y baja acompasado por el ritmo de su deseo y deja que acaricie la pareja de esas dos columnas de Hércules que son sus pezones, sonrosados, erectos al contacto de mi lengua que clama por ellos.

Lo veis, delirio, siempre acabo derrotado y embadurnado por los sudores del sexo, del placer, de la dulce locura que me transporta su compañía. Os aseguro que lo he intentado, pero todo es en vano. Mi última acción punitiva fue dejarme los cuernos en una fórmula matemática que me proporcionara la solución, elevar la potenciación de los factores a su máxima expresión, para calcular cuál sería el punto de ruptura. Vano intento, lo sé. Sobre todo porque, al llegar a la conclusión definitiva, lo vi claro, como una imagen de mí mismo reflejada en el cristal. Cuando volviera a clase me encontraría de nuevo con ella, y sería posible mantener esa distancia, dejar pasar la hora educativa para caer en sus garras en cuanto la puerta se cerrara de nuevo y me encontrara tumbado sobre el pupitre, con su mirada lasciva vestida de picardía al otro lado de sus gafas de profesora, deseosa de darme clases particulares por no haberle llevado a tiempo los trabajos de dibujo. Detalle del que, ahora que lo pienso, ella fue la culpable...

La última carta





La luna se oculta con un guiño fugaz tras las nubes de tormenta, para que su pálida faz no se guarde en demasía en nuestro recuerdo, pues es bien sabido que la melancolía, cuando se graba a fuego en la piel, puede ser más poderosa que una pica atravesada en el corazón que, aunque haga manchar con grande escándalo la lima de colorada, un buen cirujano quizás sea capaz de taponar semejante herida, y todavía quede tiempo para que los óleos se los den a otro que tenga más ganas que un servidor de ir a jugarse los naipes con Pedro Botero. Sin embargo, cuando es la dama de la tristeza la que se empeña en hacernos la corte, como una rabiza indecorosa que nos enseñase los encantos por debajo de la mesa, la razón se pierde y la mano se vuelve flácida y el verbo muere de versos que antaño fueron cientos, que porfiaban por amores y ahora añoran la tierra donde el sol calentaba nuestras ijadas, y lloran en silencio nuestros ojos, juntándose la salada savia con esta lluvia, que como hereje que es, no cae de los cielos, sino que nace de la tierra y hace que hundamos nuestros pies hasta los hígados. Pues de ellos no hay que falte, bien sabe Dios, pero qué le voy a decir a vos sobre todas estas y otras desgracias, que tan bien conoce. Y le pido disculpas por el tono de mis letras, triste cual recuerdo de una antigua derrota, pues no puedo evitar que cuando mi mano sostiene la pluma, deje que se deslicen los más íntimos temores en el papel, para que no se me olvide que aquí vinimos por gusto a dejarnos la piel por este imperio, que no debe de ver morir el sol, aunque sus hombres no vean mañana una nueva madrugada. Pues esta tierra está regada de la sangre de valientes, y no me diga vuacé que soy demasiado machacón con esta frase, pues de ello mismo quiero hacerle hincapié, para que comprenda lo acontecido y no venga más tarde a pedirle cuentas a un servidor, que su única labor en este negocio ha sido la de velar por la vida de quien puso a su servicio, para que jamás se sintiera abandonado a su suerte...

Y tal es la misma, que ya habrá adivinado la razón de mis letras...

Estuvo la madrugada pasada harta de sangre, que manaba de los cuerpos como de los bicentenarios caños de la Fuente de San Miguel, aquella donde de niño jugábamos Andrés y un servidor cuando el calor apretaba y su merced se hallaba lejos, en asuntos de la corte. Y como entonces, fue su hijo valiente, honroso y con voluntad de hierro, la misma que quiso llevarse su ánima, cuando envuelto de valor, no quiso dejar abandonado a un vasco que se desangraba del cofre de molletes en medio de la sorna. Una explosión a medio metro de su testa lo dejó allí sin aliento. Debe saber, que no padeció, ni se le fue el aliento en sufrimientos, pues tras darse cuenta de que se hallaba muerto, me dedicó una sonrisa fugaz, cerró los ojos y se dejó llevar por la parca, que ya la veía yo cómo se acercaba a su espalda con la hoz bien enhiesta y el brillo afilado en su mirada.

Cuatro compadres fueron a entablar pleito con el Diablo esa noche, y no fueron cinco porque pudimos repeler a los herejes con salvas de arcabuceros, que sonaron machacones en mis oídos, una y otra vez, hasta que no quedó más bicho viviente que los demonios que buscaban su presa entre los luteranos.

Triste fue después el recoger a nuestros compañeros caídos, a la par que rematábamos con nuestros hierros a los que yacían envueltos en un gran escándalo de hayes y quejidos, pues que no hay que tener piedad con estos que nos matan a los nuestros, ni cuando están camino de la caldera, ya que tampoco lo tienen ellos cuando alguno de los camaradas queda tendido con la mirada perdida entre fuegos.

Y por eso le escribo a usted estas letras, que ya de por sí son tristes, pues un hijo no debiera ser alimento de los gusanos antes que quien le dio la vida, pero como quieran los que nos mandan a estas guerras, que son hombres cabales y con la edad echada sobre los hombros, que sean los jóvenes quienes vendan sus vidas por esta España, que agoniza por cada costado, como un toro en medio de la plaza, con la vida escapándose en un último aliento y el acero acariciándole el corazón a cada latido.

Sirvan mis humildes letras, para su consuelo, que Andrés murió con valentía, y que no haya duda.

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