Ayer la vi, encerrada en su urna de cristal, iluminada por una tenue luz rojiza, que lamía su piel en alargadas y flagelantes lenguas de deseo. Vine aquí escapando del pasado, de todo lo que pudiera recordarme qué soy, intentado dejar atrás el axfisiante entorno de mi propio mundo, donde cada rincón de mi existencia me recordaba el dolor que llevo acuñado en mi interior. He recorrido los intrincados callejones de esta laberíntica ciudad, donde el eco de mis pisadas se me mezclan con el retumbar de mis pensamientos, estrellándose contra cada adoquín, intentando grabar en ellos los episodios que intento olvidar. A mi alrededor, la vida vibra en una indescifrable mezcolanza de etnias, rostros y colores crean un crisol humano donde todo es posible. Llevo del manillar la vieja bicicleta holandesa, con su asiento de piel marrón y el faro plateado brillando al contacto con una indiscreta luna, que guía mis pasos rodando sobre el reflejo de los charcos. En mi corazón, crepitan las ascuas de un dolor que atenaza mi garganta, pidiéndome gritar su nombre y que deje abrirse las grietas de mis párpados, donde un mar de lágrimas moribundo se niega a desbordarse. Mi conciencia pide que ejecute un dictamen sobre la muerte prematura de mi razón, y deje huir la soledad y el miedo, pero me atenazo a ellos, como un náufrago a un podrido madero que el mar mece a su antojo. Y mientras tanto, la lupa de mi angustia busca razones entre recónditos secretos, para pedirme que no vuelva a ese callejón, junto la Iglesia Vieja, cerca de Oude Kerk.
Ayer la vi, su melena negra cayendo en cascadas sobre sus desnudos hombros, la mirada ausente, tal vez incluso, anhelante. Su piel, perlada de gotas de sudor, mi deseo rompiéndose a cada mirada, ardiendo como un papel donde estuviera escrito su nombre.
Me alejé despacio, tras observarla durante horas, escondido en las sombras, con el helado manto de la noche cayendo sobre mis espaldas. Entre mis manos, su fotografía, el día que la conocí, recién llegada de Colombia, con la sonrisa que iluminó mi mundo, y los ojos negros que robaron mis sueños.
Hoy, desando mis pasos, con el miedo grabado en mi mirada. En mi bolsillo un pasaje de avión, en el otro, un último deseo. Llego a su puerta, la miro a los ojos, y sin palabras pronuncio su nombre. Siria Calamaco.
Unos ojos negros se graban como ardientes ascuas en mi piel, recorriéndome como un rayo de sol que atraviesa la lente de una lupa, abrasando mi interior, preguntando sin palabras. Una mano abre despacio la puerta de cristal, de su interior, una suave música se mezcla con el olor de las violetas, rompiendo mis esquemas, disgregando mis defensas, que caen por la borda de un barco que se hunde. Entro despacio, mis ojos clavados en los suyos, con la distancia que nos separa acortándose unos milímetros. Mi mente viaja en pos de alguna quimera, tal vez más fácil de alcanzar que su piel. Mi corazón retumba alocado en mi pecho, mientras en mi estómago una invisible soga crea el patíbulo hacia el que me encamino. La puerta se cierra tras de mí, con un suave murmullo de cerrojos corridos, giro entorno mío, buscando su mirada que he perdido un instante. La cortina, del color de sus labios rojos, se desliza para abstraernos del mundo. Nos hundimos mutuamente, sin palabras, en la iridiscencia de nuestros iris, sin atrevernos a despegar unos labios que podrían dictaminar tantas palabras que harían daño. Me acerco, cediendo terreno vedado, acerco mis manos, hasta rozar las puntas de sus dedos, sintiendo la electricidad que recorre su piel. Deslizo mis yemas sobre sus brazos, que caen inertes, hasta alcanzar su cuello, la línea de su mandíbula, su barbilla, deteniéndome en sus labios. Su respiración, agitada a cada centímetro de piel recorrida. Siento el temblor a través de su vello, hasta que, para mi asombro, sus labios besan mis dedos, dejándose caer sobre mí, como una niña perdida en mitad del bosque. La acojo entre mis brazos, la acuno dulcemente, posando mis labios en su pelo. Unas lágrimas saladas se deslizan sobre mi cuello, naciendo de una herida abierta en un corazón desgarrado. El tiempo es melaza, colándose por los jirones de mi alma.
El interminable instante llega a su fin, dejándonos exhaustos de perdones no dictados. La tumbo en un pequeño sofá, y se aovilla como un pajarillo herido. Cierra los ojos, y la tapo con una fina manta de lana azul. La miro, la respiración acompasada, los ojos cerrados, el sueño plácido, de quien ha conseguido encontrar la paz. Apago la luz del farolillo rojo, y cierro la puerta despacio. Sobre la mesa, he dejado un billete de avión, para que vuelvas a Calamaco, mi amor.
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