Saludos querid@s amig@s, hoy os traigo una pequeña noticia:
He tenido la suerte de ser seleccionado en la página de: Autores Reunidos como uno de los tres ganadores en el Género: La Primera vez.
Luzco orgulloso el correspondiente premio, y comparto con todos vosotr@s el texto que, anteriormente, ya colgé en el blog:
Cuando la acaricié, un escalofrío recorrió mi espalda. Su tacto me sedujo, como la primera vez cuando no siendo más que un niño, la tuve entre mis brazos y mis dedos se enredaron en las hebras de su crin. Sofoqué una lágrima que, desde algún rincón olvidado de mi corazón, pugnaba por abrirse paso hasta mis ojos, para desbordarse como un torrente de lava ardiendo por mis mejillas. Qué necio había sido, pensar que podría tenerla de nuevo sin ningún sacrificio por mi parte. Qué infantil mi ardor, que me inclinaba a perseguirla, aun a sabiendas del resultado final. ¿Qué pensaba yo? ¿Qué todo era tan fácil como acunarla entre mis brazos para poseerla? No, no podía ser tan sencillo. Y no lo fue.
Aquel día, cuando se apagaron las luces y me sentí inválido de ánimos, en el instante mismo que supe que me esperaba, un nudo se aferró a mi estómago, precipitándome al vacío.
Una mano en mi espalda bastó para que volviera a la realidad. Un susurro al oído, una palabra de consuelo. Alcé el mentón, decidido. Entreabrí los ojos y me dirigí con paso vacilante hacia mi destino. Subí despacio los cuatro escalones que me separaban del miedo, de mi inseguridad. Atravesé el velo protector que encierra, al otro lado, la magia. En silencio, recorrí los escasos metros que me separaban de ella.
Me senté a su lado, mi mano la acarició de nuevo, como en aquella ocasión. Su tacto me reconfortó. La sostuve entre mis brazos, la mecí con mi cuerpo mientras mis dedos la recorrían, ávidos.
El telón se descorrió silencioso y un pequeño fragor inundó el teatro cuando una tenue luz iluminó al cantautor que, sentado en un taburete, con una sonrisa torcida en su rostro, miraba a su público con las manos temblando imperceptiblemente sobre el diapasón de su guitarra.
Formé con mis dedos el acorde de Do, cogí la púa con mi mano derecha y la deslicé por las cuerdas, como tantas otras veces. Sin embargo, siempre, cuando llega este momento, siento que vuelvo de nuevo a ese pequeño local con manchas de humedad en el techo, olor a sudor y tabaco, entrechocar de vasos de cristal y risas ajenas a mi presencia y yo, subido a un pequeño escenario, con mi música, con mis canciones, luchando porque mi música llegara a algún lugar lejano. Tal vez, ¿hasta ti?



16 de Julio del Año de Nuestro Señor de Mil y Noventa y Nueve.
Huele a sangre, sudor, miedo y fuego.
Ayer cayó Jerusalem.
Llevo en mi cuerpo las heridas de cien batallas, en mis manos la sangre de infieles guerreros, inocentes mujeres y niños. Este es nuestro destino entonces, arrebatar la vida bajo la mano de Dios para liberar el Santo Sepulcro.
La batalla de ayer fue una carnicería, más de ochenta mil muertos se contaban en las calles, la sangre corría como ríos turbulentos por las empinadas callejuelas adoquinadas.
Atrás queda Antioquía, Anatolia, Nicea. Sangre derramada, por la Gloria de Dios.
Y de mi Señor Bohemundo.
Me duelen los brazos, con tal ímpetu luché ayer, con tal valor y destreza cercené vidas aquí y allá. Decapité, corté miembros, rebané cuellos, y vi los cuerpos cómo caían rodando hasta amontonarse en una terrible y tétrica pirámide de muerte.
Por un momento creí desfallecer, me encontraba rodeado por cinco infieles que enarbolando sus armas, se abalanzaron sobre mí en injusta reyerta.
Por suerte, Sir Raimundo de Castellar logró llegar en mi auxilio, con su gran estatura y constitución. Me sacaba más de una cabeza aún sin el yelmo encasquetado, ya que se lo habían arrancado de un mazazo, parecía un toro bravo embistiendo contra la muralla de carne y sangre que salió despedida tras cada embestida de su espada.
Con un grito de triunfo avanzamos, mi ojos me escuecían horrores dentro de mi yelmo, la sangre de mis enemigos el sudor y la ceniza de los incendios enturbiaba mi vista, así que decidí echarlo al suelo, aun arriesgando mi cabellera por ello.
Estaba a unos pasos de la gruta, me apoyé en mi espada, que se clavó en la tierra húmeda de tanta sangre derramada. Avanzé despacio, los gritos de pánico, dolor y muerte acompañaban mi avance. Entré dudutivo, apoyando mis manos en el quicio de la abertura, el corazón me palpitaba con vioelencia en el pecho. Al fin habíamos llegado, había liberado el Sepulcro Sagrado. Mis ojos tardaron unos segundos en acomodarse a la oscuridad reinante. Un fétido olor se desprendía de los rincones, la cueva como tal no medía más de dos metros cuadros y estaba vacía, como mi alma. Las lágrimas brotaron de mis ojos al darme cuenta de la gran verdad.
Salí arrastrándome, dolorido, magullado, exhausto.
Sir Raimundo llegó sonriente y lujurioso, de su pierna derecha sobresalía la punta de una flecha sarracena, pero a él no parecía molestarle tal detalle.
- !Lo logramos! - exclamó, con la lujuria prendida de su rostro - están todos muertos o huyen como ratas mientras los aniquilamos, y las mujeres se abren como capullos en flor hasta que les rebanamos el cuello.¡JA, JA JA! - su voz era como un vendaval de odio - ¿Has entrado ya? ¿Lo has hecho? ¿Qué has visto? ¿Qué se siente?
Levanté la mirada, mis ojos enrojecidos se rasgaron cuando el sol los mordió con su cálida lengua, y un dolor inmenso me traspasó el craneo, pero no más que el que sentía en mi corazón. Al fin, conseguí carrasperar para echar fuera de mí el sabaor de la tierra y el zufre y respondí, con la vz queda:
- !Nada!
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