Madre, hoy, he matado.
Todavía siento el temblor del miedo en la punta de mis dedos, el ruido de las explosiones, los gritos de los heridos, el sabor de la sangre deslizándose desde mi frente hasta mi boca, sucia, pringosa, untada del barro por el que nos arrastramos.
No sé por qué estoy aquí, nos sacaron a la fuerza de nuestras casas, nos metieron en camiones, como animales y estuvimos toda la noche en la carretera. Jamás había salido del pueblo, lo sabes, y sin embargo ahora estoy metido en esta locura de la que nunca he pedido ser protagonista.
Madre, tengo frío, la temperatura es antihumana en las ruinas de esta ciudad. Nos arracimamos en pequeños grupos alrededor de improvisadas hogueras, la comida es escasa y la moral menor todavía. A mi lado está Mikhail, ¿te acuerdas de él?, es el hermano pequeño de Iván, el panadero. Los encontré en el mismo camión donde me metieron a la fuerza.
Iván ya no está.
Le volaron la cabeza ayer. La bala entró por la frente, dejándole un pequeño agujero por donde no entraría ni el dedo meñique, pero al darle la vuelta en el suelo, le faltaba toda la parte de atrás, un sanguinolento agujero estaba donde crecía su pelo.
Lo peor fue al llegar.
El camión frenó en seco al alcanzar la orilla del Volga, junto a decenas de vehículos iguales. Nos bajaron a gritos y, conforme lo hacíamos, nos pusieron en fila. Al primero le dieron un fusil, y al de atrás un cargador. Los gritos eran atronadores, la violencia de los mandos desmesurada. Desconcertados, nos subieron en unas pequeñas embarcaciones, la cara de miedo e incertidumbre de mis compañeros era tan cruda como la mía. Un oficial con galones se subió a la barcaza y empezó a gritarnos que debíamos tomar la colina de Stalingrado por el honor de la URSS, por Stalin, y por todos los camaradas muertos. No se permitiría la deserción, cualquiera que diera un paso atrás sería ejecutado, deberíamos ir en parejas, uno con el fusil y otro con la munición, cuando cayera el soldado armado el otro recogería el fusil y seguiría luchando. No se permitiría ni un paso atrás.
En ese preciso momento un stuca alemán descendió en picado rociándonos con una mansalva de plomo. Me tiré al suelo, junto con mis compañeros, desde allí pude ver como el oficial caía al suelo con el pecho agujereado, una enorme detonación hizo saltar toneladas de agua por encima de nuestras cabezas, los gritos se confundieron con el llanto de los ¿soldados?.
Pasado el momento de pánico, otro oficial tomó el mando de la barcaza y dio la orden de partir. Miré a mi alrededor, docenas de barcazas como la nuestra iban de un lado a otro del río, unas cargadas con soldados, otras, las que volvían a la otra orilla, vacías, llenas de muertos o cargadas de mujeres y niños. Una barca pasó a escasos metros de la nuestra, en la barandilla, una niña de unos 10 años clavó sus ojos negros en los míos, la cara, sucia y el pelo como el estropajo, en su expresión, no sé que vi, miedo, desesperanza, hambre. La estela del timón dejó mi corazón huérfano, por un instante había dejado de escuchar el mundo que me rodeaba, pero el motor de un nuevo stuca cayendo en picado sobre nosotros me devolvió a la realidad. Me volví a echar al suelo, junto a los asustados camaradas que supuraban terror, como yo. Esta vez, la explosión fue más fuerte, nuestra embarcación se vio sacudida de tal manera que estuvimos a punto de volcar, esa fue la primera, de las muchas veces, que empecé a sentir que nunca volvería a casa.
Nos volvimos a levantar a la orden del oficial, a nuestro alrededor, el mar se había sembrado de cadáveres y restos inidentificables, maderas y petróleo flotaban en un amasijo incontrolado, un vestido azul, con ribetes blancos, me hizo recordar el gesto de una niña, la siguiente explosión me cortó el poder de pensar.
Con un tremendo golpetazo, arribamos a la otra orilla, los gritos de los mandos se hicieron esta vez agónicos, salimos tropezando entre nosotros hasta el muelle de madera, desde donde la visión era desgarradora. Enfrente nuestro, la colina se erguía amenazadora y truculenta, vestida de cuerpos que yacían en horrendas e inverosímiles posiciones, agujeros que supuraban agua sucia y sangre, vehículos calcinados, y sobre ella, las ruinas de una ciudad que nos pedían que liberásemos y, desde la cual, un inmenso ejército alemán, bien entrenado, alimentado y armado, nos masacraba sin piedad.
La orden fue tajante, liberar la ciudad, o morir, ya sea a manos de los nazis o de nuestros propios camaradas. A punta de pistola, mientras que un grupo de tiradores se apostaba detrás nuestro para evitar las deserciones, fuimos obligados a lanzarnos al suicidio. Mi corazón latía desenfrenado, mi mente se negó a pensar y el miedo invadió cada poro de mi piel. Avanzamos agazapados, en parejas, corriendo a través de las interminables zanjas, hasta que salimos a campo abierto.
El tableteo de las ametralladoras era atronador, sin descanso, llevándose en cada ráfaga la vida de más uno de nuestros camaradas, dejando sobre el húmedo suelo la piel que exigía el Partido. No sé qué sucedió después, las imágines son inconexos, recuerdo correr, gritar, llorar, caer al suelo envuelto en la onda expansiva de una granada, después el silencio. Desperté lleno de sangre, pero no era la mía. A mi lado, Konstantin, mi compañero, se agarraba las vísceras que manaban de su vientre mientras gritaba el nombre su madre. Cogí su fusil y me agazapé tras un pequeño muro, mi cara era un amasijo de suciedad, tierra y sangre, mis ojos me escocían de las lágrimas que no paraban de manar, como si me hubiera convertido en un manantial. Las balas seguían zumbando a mi alrededor, cargué mi arma y me tumbé en el suelo, como me había enseñado papá, apunté hacia el nazi que tenía a 50 metros, al mando de una MG-42, y que barría sin descanso el terreno donde se hacinaban los cuerpos de mis compañeros caídos. Respiré hondo y dejé mi pulso marcar el ritmo de mis dedos, y disparé. El soldado cayó sin vida sobre la misma arma que utilizaba para matarnos. Otro soldado ocupó su lugar, y volví a disparar, y después otro…
Al final del día conseguimos coronar la colina. La tierra está empapada de sangre, los supervivientes nos unimos en un grupo que fue despejando casa por casa, los disparos eran continuos.
Ahora ya ha anochecido, he conseguido un trozo de papel y una pluma del bolsillo de un oficial nazi, y te escribo envuelto en el dolor y la tristeza que nos acompaña.
No sé cuando volveré a casa, esta locura no parece tener fin, tan solo espero poder volver a abrazaros.
Escucho disparos, la locura vuelve a empezar, deseo seguir vivo mañana para volveros a escribir, debo dejaros, vuestro siempre.
* * *
- ¿Sargento, qué hacemos con este?
- Metedlo en una bolsa, como el resto.
- ¿Y la carta?
- Quemadla!!
11 Comments:
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Respecto a la historia.. fue una suerte que esa carta no llegara a su destino.
Gracias por participar. Blue
Gran veracidad en la descripción de lo que sucede.Buena historia y excelente relato.
Un saludo.
Y pobres soldados que como carne de cañon, estan dando la vida por.... ¿qué?
El horror de la guerra y de la batalla, nos lo has narrado con un realismo estremecedor.
Un saludo de Mar
Un saludo
Me gustó mucho este texto aunque me vaya con un peso en el corazón después de haberlo leído.
un abrazo
Tremenda pero hermosísima para del bus.
Felicidades.
Pero en fin, encantado leerte, ya te dije una vez que me gustaba como escribías,
Saludos,
Juanma
Sábado desgarrador el tuyo de hoy
Saludos
Pero me gusta mucho lo que he encontrado, me decía tengo que leer a este niño con detención y concentración.
Es tu texto muy dramático, las guerras son horribles y matar para resguardar la propia vida...
Me gusta lo que estoy encontrando. Yo si fuese escritora de tu calaña sintetizaría un poquitito los textos.
besitos
soni