Vestía de blanco, impoluto, con la estampa del típico señorito italiano, sus zapatos negros de charol, ese sombrero caído sobre su frente, la corbata de color lila y el cigarrillo haciendo equilibrios sobre sus carnosos labios. La pasarela del barco vibraba a cada paso de los pasajeros, mientras volvían a tierra firme. Así es como lo conocí. Su nombre Marcello, hijo del Conde de Canterano. Yo no era más que una sirvienta al amparo de la Duquesa de Valois, una francesa venida a menos que emigró a España con los pocos dineros que le resultó la venta de sus posesiones, las que no se fundió su marido en el juego.
Lo vi dirigirse a mí, yo llevaba una bandeja de plata con su nombre en un sobre, mientras esperaba en el muelle su llegada. Cuando sus ojos se cruzaron con los míos, una premonición se adueñó de mi cabeza, aquel hombre sería mío.
El camino a la casa fue un elenco de aventuras, desde la interminable espera del coche de caballos hasta la llegada, con la fina llovizna sobre nuestras cabezas y los baches del camino medio enfangados del día anterior.
La Doña nos esperaba sentada en el porche, acunándose en su mecedora favorita mientras tomaba su dosis diaria de zarzaparrilla, obsesionada como estaba por el cuidado de su piel. La pequeña Adelie hacía malabarismos con su perinola de colores, en el gramófono Edith Piaf cantaba "Mon légionnarie".
Lo acompañé a su habitación, abrí la puerta, dejé su maleta en el jergón y sus manos se posaron en mis hombros, cálidas. Me volví despacio, y sus labios fueron míos, su piel se fundió con la mía y a la luz del crepúsculo que se colaba por los visillos de la ventana, nos amamos en silencio, si prisas. El lecho fue una tabla de gimnasia, su experiencia, mi inseguridad, mi rubor, su destreza.
Han pasado más de sesenta años, estoy tumbada en la cama que nos vio morir de deseo, mi pelo se tiñó de canas y mi piel se quebró con el infatigable paso del tiempo. De mi vientre nacieron dos perlas, y de ser madre me convertí en abuela, pero hay cosas, que nunca cambian.
Escucho abrirse la puerta de la habitación, su silueta se enmarca en el quicio de la puerta, se acerca hasta mi cama, toma mi mano y sus labios se posan en los míos, cierro los ojos con la invisible voz de Edith Piaf en mis oídos…
4 Comments:
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Cuanto mas breves, mas tiempo se recuerdan.
Muy bonito relato.
Saludos!
Es precioso, en serio,me ha emocionado.
Un abrazo.
Gracias por tan bonito regalo
Besitos