La luna se oculta con un guiño fugaz tras las nubes de tormenta, para que su pálida faz no se guarde en demasía en nuestro recuerdo, pues es bien sabido que la melancolía, cuando se graba a fuego en la piel, puede ser más poderosa que una pica atravesada en el corazón que, aunque haga manchar con grande escándalo la lima de colorada, un buen cirujano quizás sea capaz de taponar semejante herida, y todavía quede tiempo para que los óleos se los den a otro que tenga más ganas que un servidor de ir a jugarse los naipes con Pedro Botero. Sin embargo, cuando es la dama de la tristeza la que se empeña en hacernos la corte, como una rabiza indecorosa que nos enseñase los encantos por debajo de la mesa, la razón se pierde y la mano se vuelve flácida y el verbo muere de versos que antaño fueron cientos, que porfiaban por amores y ahora añoran la tierra donde el sol calentaba nuestras ijadas, y lloran en silencio nuestros ojos, juntándose la salada savia con esta lluvia, que como hereje que es, no cae de los cielos, sino que nace de la tierra y hace que hundamos nuestros pies hasta los hígados. Pues de ellos no hay que falte, bien sabe Dios, pero qué le voy a decir a vos sobre todas estas y otras desgracias, que tan bien conoce. Y le pido disculpas por el tono de mis letras, triste cual recuerdo de una antigua derrota, pues no puedo evitar que cuando mi mano sostiene la pluma, deje que se deslicen los más íntimos temores en el papel, para que no se me olvide que aquí vinimos por gusto a dejarnos la piel por este imperio, que no debe de ver morir el sol, aunque sus hombres no vean mañana una nueva madrugada. Pues esta tierra está regada de la sangre de valientes, y no me diga vuacé que soy demasiado machacón con esta frase, pues de ello mismo quiero hacerle hincapié, para que comprenda lo acontecido y no venga más tarde a pedirle cuentas a un servidor, que su única labor en este negocio ha sido la de velar por la vida de quien puso a su servicio, para que jamás se sintiera abandonado a su suerte...
Y tal es la misma, que ya habrá adivinado la razón de mis letras...
Estuvo la madrugada pasada harta de sangre, que manaba de los cuerpos como de los bicentenarios caños de la Fuente de San Miguel, aquella donde de niño jugábamos Andrés y un servidor cuando el calor apretaba y su merced se hallaba lejos, en asuntos de la corte. Y como entonces, fue su hijo valiente, honroso y con voluntad de hierro, la misma que quiso llevarse su ánima, cuando envuelto de valor, no quiso dejar abandonado a un vasco que se desangraba del cofre de molletes en medio de la sorna. Una explosión a medio metro de su testa lo dejó allí sin aliento. Debe saber, que no padeció, ni se le fue el aliento en sufrimientos, pues tras darse cuenta de que se hallaba muerto, me dedicó una sonrisa fugaz, cerró los ojos y se dejó llevar por la parca, que ya la veía yo cómo se acercaba a su espalda con la hoz bien enhiesta y el brillo afilado en su mirada.
Cuatro compadres fueron a entablar pleito con el Diablo esa noche, y no fueron cinco porque pudimos repeler a los herejes con salvas de arcabuceros, que sonaron machacones en mis oídos, una y otra vez, hasta que no quedó más bicho viviente que los demonios que buscaban su presa entre los luteranos.
Triste fue después el recoger a nuestros compañeros caídos, a la par que rematábamos con nuestros hierros a los que yacían envueltos en un gran escándalo de hayes y quejidos, pues que no hay que tener piedad con estos que nos matan a los nuestros, ni cuando están camino de la caldera, ya que tampoco lo tienen ellos cuando alguno de los camaradas queda tendido con la mirada perdida entre fuegos.
Y por eso le escribo a usted estas letras, que ya de por sí son tristes, pues un hijo no debiera ser alimento de los gusanos antes que quien le dio la vida, pero como quieran los que nos mandan a estas guerras, que son hombres cabales y con la edad echada sobre los hombros, que sean los jóvenes quienes vendan sus vidas por esta España, que agoniza por cada costado, como un toro en medio de la plaza, con la vida escapándose en un último aliento y el acero acariciándole el corazón a cada latido.
Sirvan mis humildes letras, para su consuelo, que Andrés murió con valentía, y que no haya duda.
Besitos