Los muertos no lloran.
Al menos es lo que nos han hecho creer, para nuestra tranquilidad.
Los muertos no lloran, y sin embargo, una insolente lágrima se desliza por mi mejilla, camino del vacío.
Hoy, hace un año que morí. El mar me engulló entre sus brazos, jugaron las olas con mi cuerpo y fui mecido a su antojo, hasta que mi respiración se detuvo, mis ojos abiertos buscaron el infinito azul de un límpido cielo y la brisa acunó mi tristeza.
De mí tan sólo quedaron los restos de una mochila en el borde del acantilado, un sobre cerrado, que contenía los jirones de mi alma herida, y una despedida. Días más tarde, encontrarían restos de mis ropas y mi documentación en el bolsillo interior de una chaqueta que la resaca habría liberado a los pies de la playa, envuelta en las redes de un pescador en la playa de Gudamía, junto a los Acantilados del Infierno. Quien sepa de este lugar, puede reconocer la belleza que encierra la salvaje brutalidad de un mar rencoroso, el dominio de la naturaleza sobre la efímera carcasa de un simple humano, el principio y el fin encerrados en un mismo paisaje. Recuerdo ese último día, cómo bajé los interminables escalones de piedra tras dejar la mochila en algún lugar visible, el sabor salado del mar que impregnaba mi paladar, y la fuerza de la naturaleza al sentirme arrastrado por el quejumbroso viento. Las lágrimas de rocío caían sobre mi rostro, y el sonido de las olas, rompían una y otra vez en los guijarros de la orilla. Me descalcé, para notar el frío lametón del agua en mis pies, cerré los ojos y pude escuchar el graznar de alguna gaviota lejana que me invitaba a proseguir mi viaje. Dí un paso, la cristalina superficie dejaba traslucir un pétreo fondo de redondeadas formas, donde pequeñas algas verdes bailaban un interminable tango, diminutos cangrejos anaranjados correteaban entre el laberinto de huecos, y la espuma, se arremolinaba a mis pies, protectora. Avancé de nuevo, y esta vez con los ojos abiertos fijé mi mirada en el horizonte, dispuesto a tocarlo con mis manos. Sentí cómo las olas chocaban con mi cuerpo, una y otra vez, salpicando mis brazos, mi torso, mojando mi cara. Me dejé caer en el hambriento mar con los brazos abiertos, las palmas de las manos ofrecidas a un cielo azul, los ojos abiertos, para ver cómo mi cuerpo se hundía, tragado por las fauces de un océano que dictaba su sacrificio, en cada ola que lamía la arena. Poco más recuerdo. Quise respirar y mis pulmones se llenaron de agua, chapoteé, intenté salir del abrazo mortal en el que me había sumergido, pero ya era tarde, Neptuno ganó la partida.
Desperté en algún lugar de mi inconsciente, barrido por la marea. Mi desmadejado cuerpo incrustado entre los escollos de la “Isla da las Lastras” se retorcía dolorido, mientras a cada envite del mar las agudas estrías de las rocas fragmentaban mi piel. En algún momento, noté cómo unos brazos me elevaban del cautiverio de las olas, para caer de nuevo en la inconsciencia.
Cuando los volví abrir, me encontré con sus ojos azules. Se llamaba Luther, que en alemán podría significar “guerrero”, era oriundo de Hamburgo, tendría alrededor de los setenta años, y la poblada barba blanquecina le cubría el aguileño rostro, donde una prominente nariz plagada de pecas marrones dominaba toda su tez. La frente, surcada de un mar de arrugas, delataba su dura vida, y su sonrisa, huérfana de dientes, le mostraba como el afable aventurero que era. Pasaron los días, la fiebre fue disminuyendo gracias a los cuidados de mi salvador y pude abrir los ojos, para darme cuenta de dónde me encontraba. La estancia era diminuta, toda acristalada, con móviles de caña colgados del techo, esteras de junco creaban cortinas que protegían el interior del débil sol, una pequeña mesa repleta de folios emborronados ocupaba casi toda la estancia, y junto a ella hacía equilibrios una estantería abarrotada de libros y discos. No pude leer los títulos ya que estaban en alemán, pero sí reconocí los autores: Shakespeare, Poe, Nietzsche, Gorki, Homero, Carroll o Goethe, entre otros muchos, se daban la mano en un crisol de lomos de distintos tamaños y colores. Sumido como estaba en mis divagaciones no escuché cómo se abría una puerta detrás de mí. Con su eterna sonrisa en los labios Luther me dio los buenos días a la par que me traía un caldo de gallina caliente, para seguir luchando contra la fiebre. Le agradecí su atención, y se sentó a mi lado. Sus ojos, de un increíble azul cielo, resaltaban en su cara, amable. Tomé el cuenco con mis débiles manos, y sorbí poco a poco el reconfortante líquido. Él, fiel a su costumbre, se acercó a la estantería y eligió un vinilo, lo sacó de su funda polvorienta y lo depositó con delicadeza sobre el plato de un viejo Audinac de los años setenta, que como supe más tarde, era un regalo de un amigo argentino, amante igual que él de la música. De los altavoces del equipo emergieron las primeras notas de los Allman Brothers, con su eterna In Memory of Elizabeth Reed. La sugerente música inundó el pequeño espacio, y Luther siguió cada acorde con la punta de sus dedos. Yo sonreía. En aquel instante, me sentía feliz.
Tuvieron que transcurrir diez largos días hasta que me sentí con fuerzas suficientes para salir de aquella vieja caravana. Cuando lo hice por fin pude ver el mar que, en mis sueños, escuchaba batirse contra las rocas. A mis pies la costa cántabra cobraba forma con sus escarpados cortados. El monte, con su perenne manto verde cubría todo lo que mis ojos abarcaban. Me sentí inundado de belleza y paz. Solo, como si no existiera nadie más en nuestro universo. Mi corazón latió con fuerza, como cuando fui un niño., antes de que me arrebataran mis sueños. Una solitaria gaviota volaba acariciada por el viento. Sonreí.
A partir de aquel día, la relación con mi salvador cobró otro significado. Él nunca me preguntó de dónde venía ni qué me había pasado. Tal vez para él fuera natural el que hubiera intentado suicidarme. Para mí, el simple hecho de seguir vivo, y a la vez, de saberme muerto para el mundo, era suficiente. Creé un nuevo ser a partir de las cenizas de mi anterior existencia. Dejé de lado todas mis antiguas costumbres, ideas, y recuerdos. Me desembaracé sin ningún reparo de todo lo que me unía a mi pasado, y volví a la vida. Con otro nombre, en otro lugar, con toda la vida por delante y sin nadie que me dictase el cómo vivirla. De repente me vi libre para poder hacer lo que siempre había soñado. Luther me proporcionó lo poco que necesitaba, una libreta en blanco, un bolígrafo y una guitarra. La misma que él tocaba cuando el crepúsculo cubría el cielo y se sentaba en las rocas, con un cigarro prendido de sus labios y un halo de tristeza en sus ojos. Escuchándole aprendí el amargo significado del blues, y de las notas que arrancaba a su guitarra, una Contessa acústica americana, de finales de los setenta, con el golpeador rayado de los lamentos que la púa traducía de cada acorde. Yo, insensato de mí, pensaba que sabía tocar cuando lo conocí, no podía estar más equivocado. Así fue como me contó su historia, el por qué vivía en la más absoluta soledad, sin más compañía que su música, sus recuerdos, y sus esculturas.
Pero hasta ese momento, todavía faltaba mucho. Primero aprendí su forma de vida. A un lado de la destartalada Volkswagen T2, tenía instalado un pequeño cobertizo de chapa. En verano tan sólo lo usaba como almacén, pues el calor en su interior era asfixiante, y en invierno le daba la utilidad de taller. Distribuidas en varias estanterías, estaban dispuestas las diversas materias primas que necesitaba. Alambres, latas de refrescos, chapas de botellas de vidrio, etc. Con todo ese material, Luther creaba esculturas de no más de medio metro de altura, soldadas o atornilladas y que, una vez terminadas, daban la completa impresión de tener vida propia. E incluso movimiento. Tal era su arte, que en cada una de las esculturas veía nuevo desafío para los sentidos, de manera que debía superarse al anterior producto de su inagotable imaginación. Podría parecer absurdo este tipo de arte, podría incluso verse obsceno, pero cuando aprendías a valorarlo, era más que hermoso. De sus manos nacían, porque así lo sentía yo, que les daba vida, perros corriendo en pos de una invisible pelota. Hombres luchando con un paraguas que un endiablado viento quisiera arrebatárselo de las manos. Leones rugiendo en medio de una imaginaria y fantasmal estepa… Su creatividad no conocía límites.
La época de las lluvias quedó atrás, y los turistas llegaron en manadas a los pequeños pueblos que salpican la costa cántabra. Luther, con su sempiterna sonrisa, me anunció que nos movíamos. Yo, completamente sorprendido, vi cómo la vieja Volkswagen que había sido mi hogar durante las últimas semanas se ponía en marcha entre toses y crujidos. Cargamos nuestros pertrechos y la producción de esculturas de todo el invierno y nos dedicamos a recorrer uno por uno los pueblos de veraneantes. El primer choque fue brutal, volver a ver seres humanos desde que decidí renegar del mundo. Nuestra primera parada sería Pechón, un pequeño pueblo de pescadores a unos pocos kilómetros de donde estábamos acampados. Para mi asombro, Luther fue recibido entre afectuosos saludos y sonrisas por parte de los foráneos del lugar, y con miradas suspicaces por parte de los turistas. Yo, en un amable segundo plano, lo observaba todo con mirada crítica, entre asustado y encantado de haber vuelto a la vida. Montamos nuestro pequeño tenderete y una multitud de curiosos se arracimó a nuestro alrededor. De repente me vi invadido de personas de toda edad y condición, ruidosas, gritonas, escandalosas. En un momento dado me escondí dentro de la Volkswagen, me tapé los oídos con las manos y odié el momento en que Luther había decidido que bajáramos al pueblo. Los ojos de una niña me devolvieron a la realidad. Estaba mirando el interior de la furgoneta, con la curiosidad pintada en su rostro. En una mano sostenía un enorme cucurucho de chocolate, y en su boca se dibujaba una hermosa sonrisa. No podía seguir escondiéndome, pensé. Le devolví el gesto, saqué un vinilo de la “Creedence Clearwater Revival” de la estantería y lo puse en el reproductor. Tras el característico crujido de la aguja deslizándose por el surco, los primeros acordes de “I Put a Spell on You" me envolvieron. Al mirar a través del cristal Luther me sonreía, silencioso conocedor de mis miedos.
Nuestra pequeña caravana de Arte y Rock fue deambulando por las sinuosas carreteras de aquella salvaje costa. Así atravesamos emblemáticos escenarios, como la medieval Santillana del Mar, o la carismática Comillas. Plantamos nuestro tenderete junto la ría de San Vicente de la Barquera, viendo cómo el mar desaparecía para dejar varadas las embarcaciones en el fango, y el aroma de sardinas a la plancha emergía de las cocinas de los innumerables restaurantes. Proseguimos nuestra andadura, y llegamos a Llanes en Asturias, nos internamos en los caminos de la montaña, hasta llegar a Arenas de Cabrales, donde comienzan las más destacadas rutas de los Picos de Europa. Doblamos después a la derecha, hacia Cangas de Onís, bajamos hacia la costa, nos detuvimos en la bella Ribadesella, después vino Lastres, y un sin fin de pequeños pueblos hasta llegar a Cudillero. En ese último pueblo de pescadores, en la hermosa plaza que se abre como centro de la vida vendimos nuestra última escultura. Creí adivinar un halo de tristeza en su rostro cuando depositó la pieza de arte en manos de la compradora, una inglesa entrada en años con los mofletes sonrojados y el pelo blanco.
Aquella noche cenamos en una de las terrazas que salpican la plaza. Un lujo que no nos habíamos permitido durante todo nuestro periplo. Esa noche, pensé, sería la última que pasaríamos de viaje, y al día siguiente volveríamos a nuestro comodo refugio. Qué equivocado estaba. Aquella misma noche, cuando acabamos de cenar y los noctámbulos paseantes salían a admirar las estrellas fugaces, Luther sacó su vieja guitarra acústica y una preciosa Oscar Smith completamente nueva que no supe jamás cómo la había comprado, y me la regaló. Yo, con las lágrimas a punto de desbordarse en mi rostro no supe qué decir. Luther me dio una sonora palmada en el hombro, se sentó en un banco con la funda de la guitarra abierta delante de él y me instó a sentarme a su lado. Los largos dedos del anciano alemán recorrieron el mástil, como si acariciaran el suave cuerpo de una mujer, y de su garganta surgió una melodiosa voz que todavía no había tenido la suerte de escuchar. En ese momento comprendí que la vuelta a ese acantilado que había adoptado como mi hogar, iba a ser más larga de lo que suponía. Cerré los ojos, acaricié las cuerdas de acero y me uní a la melodía que me regalaba Luther.
To be continued…
4 Comments:
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Valió la pena salvarte Ulises. En una cántabra Odisea, allí topaste con Nausica en hombre, en HOMBRE de nombre Luther, inocente (lo de menos el el sexo de las sirenas o de los ángeles)...escuchando las olas, la espuma, vuelto a la vida...de fondo, Brothers o un blues, Bluesnight.
Te felicito sinceramente, gran relato, o mejor dicho, de los que emocionan, sigue.
!Salves! desde el Quinto pino andorrano, natalí
P.D: ¿Sabes que pasé por una experiencia relacionada con el suicidio? Nunca la olvido.
Es una buena forma de escapar y de empezar de nuevo,estar vivo pero muerto para el resto del mundo, que nadie te busque intentando que vuelvas a ser el que eras cuando intentaste dejar de ser...
No sé si me he explicado bien.
Tu si que lo has hecho y estoy deseando leer como sigue tu historia
Un besito
Espero que llegue pronto la siguiente parte porque realmente me encantó esta parte
Un saludo de Mar
Hermoso, te felicito.
aguardaré la continuación.
un abrazo.