Lunes de nuevo, avanzo despaciosamente por la larga avenida que me lleva hasta su entrada, el Upper Beldevere se desdibuja acariciado por el sol de invierno, que le arranca suaves destellos en su piedra de mármol blanco.
Hoy hace tres semanas que llegué a Viena, recién Licenciada en Historia del Arte por la Universidad de Salamanca. A pesar de todas las dificultades y contratiempos me gané el respeto de mis tutores y mis compañeros, demostrándoles mi valía y el afán de superación que me mueve a luchar por lo que deseo. Y lo que anhelo lo tengo delante de mí, oculto entre las paredes del inmenso palacio. Desde niña me enamoré de él, de su obra, de sus trazos. Cada lienzo suyo que descubría me dejaba hambrienta de su perfecta policromía, jamás podría saciarme. Y ahora, aquí estoy, sucumbiendo día tras día a mi dulce pasión.
Ensimismada en mis sueños me siento aturdida cuando unas manos se posan en mi carroza metálica para, con un leve envite, ayudarme a elevarme sobre los peldaños que dan acceso, por la empinada rampa, al hall del Palacio del Príncipe Eugene de Saboya.
Con solemne delicadeza mi pequeño ascenso se detiene, giro la mirada para dedicar una tímida sonrisa al solidario guarda que, cada día, antes incluso de que llegue a pisar la moqueta de goma negra que reviste la subida, baja auxiliador en mi ayuda. Tiene unos hermosos ojos azul cielo que medio oculta un rebelde flequillo rubio. Sus delicadas manos blancas son fuertes argollas que me elevan y me hacen sentir segura. Su pequeña nariz juguetona se eleva por encima de una sonrisa que despierta enjambres de mariposas en mi estómago.
Pero hoy, esas manos no corresponden a mi pequeño príncipe, si no a la fornida compañera con la que comparte la custodia del acceso, esa morenaza rumana tosca pero con semblante amable. Me devuelve la sonrisa y yo, de nuevo con el pensamiento en mi objetivo primordial, reanudo la marcha.
Un largo pasillo vestido de maderas nobles me acoge, sobre mi cabeza, enormes arañas de cristal se balancean suavemente al ritmo de mi paso, una vuelta más a las ruedas de mi carroza metálica y habré llegado a mi objetivo.
Doblo a la derecha, cierro los ojos y respiro hondo, aguantando durante unos segundos el aire en mis pulmones, el ritual se repite todos los días, es mi pequeño auto regalo diario.
Al abrir los ojos de nuevo, cautelosamente, nada se ha movido, todo sigue en su lugar, incluso los visitantes parecen los mismos, detenidos en el tiempo. A cada lado de la Galeria Österreichische duerme, una a una, toda su obra. Paso por delante de cada uno de los lienzos, disfrutándolos, saboreándolos como si de un banquete se tratara y yo, fuera el gourmet principal .Me voy acercando hasta él, lo rozo con la intensidad de mi mirada, ante mí, como un regalo, el postre de este banquete deslumbrante se brinda: “El Beso” de Klimt.
Adoro el cuadro, es como un poema, delicado, tierno, sugerente.
Tantas y tantas veces lo he visto en los libros, en las fotografías, en Internet y ahora, aquí está, presente absoluto de mis inquietudes. Al finalizar la carrera opté por una beca en Viena para el estudio de la obra de Klimt, era todo un reto, un sueño que se abría ante mí como la mejor y única oportunidad de poder admirar y estudiar a la vez la quimera de mis pasiones. Y aquí estoy, cada día, de lunes a viernes. Entro a las diez de la mañana puntual hasta las seis de la tarde que cierra el museo, realizo mis pruebas, mis apuntes, mis estudios preliminares y sobre todo, mi absoluta fascinación por el cuadro. Después, salgo colmada, plena de objetivos cumplidos, dejo que mi guapo y dulce guarda me ayude a bajar hasta la acera que me separa de mis deseos ocultos y voy a un pequeño café donde se reúnen varios conservadores para divagar sobre arte, tendencias y locuras diversas.
Más de una vez he pensado ser atrevida, mirar fijamente a mi escurridizo Romeo y pedirle que venga conmigo a tomar ese café, pero sinceramente no me atrevo, es demasiado difícil, el idioma, mi timidez, el miedo. Pero algún día tal vez, sólo tal vez, lo haga.
El tiempo pasa rápido cuando disfrutas de tu trabajo y el tic tac de mi reloj de pulsera me indica que las agujas acaban de sobrepasar mi hora de salida. Recojo disciplinadamente mi pequeño cubículo, dejo a un lado los apuntes, guardo los archivos del PC y apago el monitor. Una última mirada hacia el motivo de mi estancia tan lejos de mi hogar, doy media vuelta, como una velocista experimentada y, sonriendo, me encamino hacia la puerta de salida. El hall está desierto, atravieso las puertas de cristal que se abren a mi paso automáticamente y me detengo ante la rampa de bajada, aún les tengo mucho respeto, sobre todo desde mi última caída, calculé mal la inclinación y además, la superficie no era la conveniente, así que me quedé tumbada y magullada, más en mi amor propio que en mi persona, en el fondo de aquella estúpida bajada.
Dejo pasar unos segundos, respiro profundamente y me doy ánimos. ¡Tú puedes!, me digo a mi misma, apoyo una mano en cada rueda y libero el freno.
Una mano, tibia y suave se apoya en mi hombro mientras una aterciopelada voz en un tosco y esforzado castellano me pregunta “¿Puedo ayudarle señorita?”
Sonrío, mi caballero ha vuelto, ¿me atreveré hoy por fin a invitarle a un café?
3 Comments:
Entrada más reciente Entrada antigua Inicio
La belleza, ese flequillo rubio, está a veces a nuestro lado, viva.
Me he sentido idéntica a la mujer del relato, en cada palabra, he temblado ante esa pintura de oro y de pasión, estilizada hasta el dolor, ideal. Y me he alegrado de la cálida mano que sostiene a la mujer, la posible aventura (?) Queda abierto, te felicito, siempre vengo por aquí a disfrutar de tus letras, natalí
un bellísimo relato! te felicito.
me ha encantado leerlo!
Hasta cada rato.
por cierto que ojo te gusto mas?