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Caricias.




La luz del atardecer bañaba coqueta su piel. Gotas de sudor bailaban en su cuello; jugaban a recorrer su pecho, tropezaban se erguían y continuaban su andadura. Polizones de un cuerpo desnudo. Tripulantes de un río de placer que habitaba palpitante bajo la sombra de un anciano alcornoque. El cuerpo se estremeció. El gemido acompañó su danza de pasión y el glosario de dulces sonidos se hizo música. La copa del curtido árbol fue mecida por el viento, y una cascada de cansadas hojas bañó el cuerpo yacente con un verde sarampión de caricias. Las manos de Diana recorrieron despacio su piel. La punta de sus dedos, acostumbrados a su fisonomía, dibujó caricias a su paso. Círculos de deseo que, con los párpados cerrados, le hacían rememoran otras manos, otros besos, viejos amantes. Un tacto invisible la sorprendió. Una sonrisa se dibujó en su rostro; quizás Céfiro no andará lejos, pensó. Se levantó despacio, tomó su toga caída a sus pies y empuñó su arco. Una gota de sudor encontró la curva hacia su vientre. La diosa cerró los ojos, sintió la caricia en su piel y suspiró. No muy lejos de allí, oculto entre las nubes, el dios del viento se acariciaba despacio.

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