Era delgada en extremo, enfundada siempre en aquel ajado pichi desteñido, donde las flores se habían marchitado como su piel, macilenta y arrugada. En la boca dos dientes podridos sujetaban con fiereza un cigarrillo negro. El humo ocultaba el apagado brillo de sus ojos, que miraban sus manos, engarzadas en un eterno y obsceno abrazo. Los dedos, eran ramas secas de un árbol muerto. A un palmo de sus piernas descansaba siempre un poto de mate amargo, como a ella le gustaba. Mis ojos le sonreían por detrás de los cristales de mis gafas. Cada día me costaba más encontrar su figura, volátil allá donde mi cansada vista se negaba a arrastrarse, para recorrer con delicadeza su cuerpo menudo.
Cada mañana me sentaba a esperarla en el mismo banco. Dejaba pasar arrugados los minutos, arrancados a un tiempo enfermizo. Veía cruzar las barcazas el Moldava, escuchando a los timoneles vociferar a los turistas, mientras les contaban leyendas antiguas de una ciudad imaginada. Soñaba que los años no habían sido sombríos, que no se habían llevado la juventud ni el deseo. Que mi corazón no lo sentía más débil en mi pecho. Y que en el taller de mis sentimientos los martillos dejaban de golpetear cada vez que veía su sonrisa.
Ella llegaba despacio, un paso cadencioso detrás del siguiente. Su figura se balanceaba como un espárrago mecido por el viento de primavera. Llegaba hasta mi lado y, con un inconmensurable esfuerzo, se dejaba caer desmadejada, como una muñeca rota. Yo acariciaba su cabello suave, besaba su frente y encendía un cigarro, que depositaba en su boca, como un beso enamorado. Como un hechizo, una ofrenda a un dios cansado que me negaba tenerla, y a la vez me alquilaba su presencia. Después sacaba el poto de mate de una vieja mochila de cuero marrón. Aquella que ella trajo un día, cuando su pelo era del color de un atardecer de otoño.
Después nos quedábamos mirando el río. Las horas pasaban sin prisa mientras le dictaba poemas al oído, que escribía cada anochecer, cuando el insomnio me mordía.
Y, a veces, creía entrever una sonrisa en su rostro. Un brillo en sus ojos.
Era delgada en extremo. Como la fina línea que separa nuestra existencia.
Más hoy no vino a sentarse a mi lado. El arrendador del tiempo ya no le fió más el contrato.
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Nada de indebido existe entre el pantalón y tu mente. Díselo "café con letras" Besitooos.