Com que estic aprenent l´idioma, vaig a veure què tal se me dona...
Unes lletres...
He perdut el compte dels anys que no vaig a sopar a casa els pares en Nadal. Pot ser que et preguntes la raó, però és molt fàcil d´entendre. Al tornar els ulls arrere tan sol puc veure imatges tristes que fan mal al cor: l´avi sentat en soletat en un petit seint, amb les filles parlant al seu voltant en veu alta, com si no estigera davant seu; els néts jugant a la pilota enmig del saló, amb el perill de trencat alguna porcellana de l´àvia...
La meua àvia, paralitzada en el temps a l´altra banda d´una vella fotografia en blanc i negre. Els llavis tancats amb força i la mirada dura, com la seua existència.
Desde l´altra habitació, m´aplegaven les rises i la coversa dels homes, el pudent fum dels puros, que feia mal al nas.
I jo, malgrat no sabia on posar-me. Tan sols volia no ser l´objectiu de burla de les cosines més joves, que veien en la meua persona un infeliç al que fer mal amb les seues entremaliadures.
Aleshores, és fàcil compendre la raó de la meua resistència pels sopars familiars.
Veinte años después.
Me miro al espejo y veo como mi barba pinta canas allá donde un día anhelaba esos primeros brotes que indicaran el abandono de la adolescencia. Qué iluso entonces. Cuánta añoranza del tiempo perdido. Y sí, esa sería la definición de lo que ha acontecido en mi vida desde entonces. Muchas aventuras, y desventuras por supuesto. Trastadas que me ha ofrecido la vida, escalones que me ha tocado escalar y pozos a los que me he visto caer sin saber dónde agarrarme. Ocasiones perdidas, mujeres deseadas que acabaron en otros brazos, amores imposibles y otros no tanto que han dejado su marca en mi interior, como las muescas de un bandolero en su revólver. El tiempo perdido. Las cosas que no hice, las que dejé pasar, lo que tendría que haberme dado cuenta que era importante y lo que no. Pero, ¿alguien está preparado para ello? Todos recorremos el mismo camino, unos con una brújula, que, aunque no les indique siempre el camino a tomar, sí les ofrece una guía; un Norte para no perderse. Otros, salimos al monte con la mochila repleta de ilusiones pero con el mapa mojado y la brújula imantada. Aprendemos a salir del bosque con nuestro esfuerzo, para volver a internarnos en otro de nuevo. Queremos encontrar ese valle perdido donde poder realizar nuestros sueños, y sin embargo, cada vez que nos adentramos en un claro nos detenemos, volvemos a andar y nos adentramos en el sendero de espinas. Hay más posibilidades. Los hay que se sientan a ver el mundo a pasar delante de ellos, con la esperanza de que la rueda del destino se detenga y que la bolita negra lleve grabado su nombre; pero eso nunca ocurre. O los que deciden conformarse con la primera oportunidad que se les brinda, aunque no se adecúe a lo que ellos buscan.
Sea como sea, cualquier posibilidad es respetable, siempre que la persona que ha tomado esa decisión sea consecuente con ella.
A pesar de todo, siempre existe la posibilidad de romper, de salirte de la ruta marcada, de prender fuego al bosque o levantarte de tu asiento de piedra desde el que ves la vida pasar. Es entonces cuando sientes que has tomado las riendas de tu vida, aunque para ello haya tenido que transcurrir una buena parte de ella. Pero, ¿qué más da? ¿Acaso es tarde para volver a reconducirla? ¿No tienes derecho a ello?
Veinte años después, cuando parece que todos los que te rodean han creado un mundo perfecto, hijos, trabajo, familia, estabilidad… Tú piensas que, después de todo, no has hecho lo que de verdad querías hacer. En el reflejo del espejo ves a una persona que no consigues identificar, que se parece a ti, pero a quien deseas ser. En algún lugar lejano, oculto por la maleza se esconde tu verdadero, y grita en silencio que quiere salir.
¿Os imagináis volver al instituto de nuevo? ¿Sentaros en el pupitre rodeado de adolescentes con las hormonas incandescentes y los rostros salpicados de virulentos cráteres? ¿Abrir la libreta y aprender de nuevo a tomar apuntes? ¿Mirar a un profesor que, en el mejor de los casos, tendrá tu edad, con el abismo existencial que eso te supone, o quizás sea más joven que tú? ¿Ver la actitud de tus compañeros mientras tú vas predispuesto a ser una esponja y aprender cada palabra, cada nuevo conocimiento del que te haga partícipe tu tutor?
Lo peor, sólo lo peor, es comprobar que tú un día fuiste como ellos, que eras joven e inconsciente, y que han tenido que pasar veinte años para darte cuenta de ello. Ahora, sólo espero y deseo, que a ellos no les ocurra lo mismo, y sepan aprovechar el tiempo que están viviendo, pues es cruel y pendenciero y no da marcha atrás. No te ofrece tregua.
Quizás algún día, cuando estén trabajando de sol a sol en una fábrica, o en la obra, cuando recuerden que un día tuvieron la oportunidad de dirigir sus vidas, de ser los dueños de su destino, ese día, no sea demasiado tarde.
Suerte a todos, a los que han sabido salir del bosque, a los que deambulan por él, a los que nos iluminan con sus enseñanzas. E incluso a los que andan con la venda en los ojos, incapaces de ver el futuro más allá del humo del canuto que fuman a la puerta del instituto, esperando que pasen las 6 horas de clase para encenderse el siguiente.
Salí a la calle consternada, con la extraña sensación de pérdida amarrada a mi espalda. No podía sacar de mi cabeza su mirada concupiscente y acusadora. La sentía clavada en mis ojos desde que el verdugo estiró con brutalidad el pellejo de su espalda, y un alarido inhumano atravesó los oídos de la multitud. Era el castigo habitual para los ladrones que robaban al clero: el desollamiento hasta la muerte. Caminé despacio por las calles vacías, con las lágrimas en los ojos y el corazón hundido en mi pequeño pecho. Sentía el lastre de la culpa, casi tan pesado como el bulto que escondía debajo de mis raídas ropas. Recordaba bien la sonrisa de padre cuando me señaló al obispo, el temblor que se apoderó de mí cuando me deslicé por su lado y corté la tira de cuero de su faltriquera. El grito de enojo que profirió al sentirse vacío de su oro y la cara de espanto de mi padre. Él mismo se condenó.
Tintinean las monedas, como gritos de condenados. Me invade el miedo. Una figura se recorta en el extremo opuesto de la calle, y un maligno destello se adivina en su mano extendida. Podría correr, pero el diablo siempre sabe cómo cobrarse sus deudas.
Las nubes presagian tormenta. El viento sopla con fuerza y las herrumbrosas farolas del barrio de La Alhóndiga se mecen al compás, con el titileo de sus bombillas dentro de sus sucias celdas de cristal, como guiños de un alma bruja. Imagino las gotas de agua sobre mi rostro, rememoro otros días, más antiguos, cuando en mi boca el sabor de un alfeñique me hacía sentir feliz. Qué difícil ahora volver a aquel tiempo, a aquellas tierras. ¡Benaiga! Qué fácil era sonreír, con los dientes mondados en mi boca y la inocencia pendiente de un hilo, a punto de sucumbir en manos de la realidad.
Llaman a la puerta, debería de abrir. La pizpireta voz de mi vieja secretaria me avisa desde el otro lado de la madera. Miro el reloj. Sucumbo a mis temores: los devaneos de mi enfermiza mente vuelven a acudir, puntuales. El calendario sigue marcando con una equis cada día menos que nos queda de vida. El tiempo transcurrido. Nos habla de lo que hemos dejado atrás y del futuro incierto. Maldita decisión, odiado pasado. Me miro al espejo, me devuelve la imagen de un hombre maduro, con el cabello pintado de plata. La sonrisa tuerta no reconoce al pelaire que se pagó los estudios bajo la fría intemperie.
Repiqueteo de nudillos. La gota de frío sudor en mi frente. Una imagen indebida, un deseo incontenido. Sus ojos, siempre esos carbones encendidos. Me persiguen, me atormentan. Sueño con ellos, con su piel suave. Con la delicada curva de su cuello, el delirante nacimiento de sus senos. Cuando la miro, me embelesa perderme en el vals de su respiración. Sus pechos se elevan y se relajan, una y otra vez. Cadenciosa dulzura. Los labios se le entreabren voluptuosos al hablar. Imagino su lengua, dulce. El sabor de su piel, la calidez de su interior. Respiro hondo. Noto la tirantez de mi pantalón. La puerta se abre despacio, escucho la voz de mi secretaria a mi espalda. Sin volverme le hago una seña. Escucho unos pasos, pequeños, delicados. Puedo ver su silueta reflejarse en el cuadro de cristal colgado en la pared. Su melena se mece sobre sus hombros. Se acomoda en el diván y mi pulso se acelera.
Pienso en aquellos días cuando preparaba la lana. Anhelaba ser algún día un buen médico, un buen psiquiatra. En la Universidad no te preparan para esto. Respiro hondo…
Era delgada en extremo, enfundada siempre en aquel ajado pichi desteñido, donde las flores se habían marchitado como su piel, macilenta y arrugada. En la boca dos dientes podridos sujetaban con fiereza un cigarrillo negro. El humo ocultaba el apagado brillo de sus ojos, que miraban sus manos, engarzadas en un eterno y obsceno abrazo. Los dedos, eran ramas secas de un árbol muerto. A un palmo de sus piernas descansaba siempre un poto de mate amargo, como a ella le gustaba. Mis ojos le sonreían por detrás de los cristales de mis gafas. Cada día me costaba más encontrar su figura, volátil allá donde mi cansada vista se negaba a arrastrarse, para recorrer con delicadeza su cuerpo menudo.
Cada mañana me sentaba a esperarla en el mismo banco. Dejaba pasar arrugados los minutos, arrancados a un tiempo enfermizo. Veía cruzar las barcazas el Moldava, escuchando a los timoneles vociferar a los turistas, mientras les contaban leyendas antiguas de una ciudad imaginada. Soñaba que los años no habían sido sombríos, que no se habían llevado la juventud ni el deseo. Que mi corazón no lo sentía más débil en mi pecho. Y que en el taller de mis sentimientos los martillos dejaban de golpetear cada vez que veía su sonrisa.
Ella llegaba despacio, un paso cadencioso detrás del siguiente. Su figura se balanceaba como un espárrago mecido por el viento de primavera. Llegaba hasta mi lado y, con un inconmensurable esfuerzo, se dejaba caer desmadejada, como una muñeca rota. Yo acariciaba su cabello suave, besaba su frente y encendía un cigarro, que depositaba en su boca, como un beso enamorado. Como un hechizo, una ofrenda a un dios cansado que me negaba tenerla, y a la vez me alquilaba su presencia. Después sacaba el poto de mate de una vieja mochila de cuero marrón. Aquella que ella trajo un día, cuando su pelo era del color de un atardecer de otoño.
Después nos quedábamos mirando el río. Las horas pasaban sin prisa mientras le dictaba poemas al oído, que escribía cada anochecer, cuando el insomnio me mordía.
Y, a veces, creía entrever una sonrisa en su rostro. Un brillo en sus ojos.
Era delgada en extremo. Como la fina línea que separa nuestra existencia.
Más hoy no vino a sentarse a mi lado. El arrendador del tiempo ya no le fió más el contrato.
La luz del atardecer bañaba coqueta su piel. Gotas de sudor bailaban en su cuello; jugaban a recorrer su pecho, tropezaban se erguían y continuaban su andadura. Polizones de un cuerpo desnudo. Tripulantes de un río de placer que habitaba palpitante bajo la sombra de un anciano alcornoque. El cuerpo se estremeció. El gemido acompañó su danza de pasión y el glosario de dulces sonidos se hizo música. La copa del curtido árbol fue mecida por el viento, y una cascada de cansadas hojas bañó el cuerpo yacente con un verde sarampión de caricias. Las manos de Diana recorrieron despacio su piel. La punta de sus dedos, acostumbrados a su fisonomía, dibujó caricias a su paso. Círculos de deseo que, con los párpados cerrados, le hacían rememoran otras manos, otros besos, viejos amantes. Un tacto invisible la sorprendió. Una sonrisa se dibujó en su rostro; quizás Céfiro no andará lejos, pensó. Se levantó despacio, tomó su toga caída a sus pies y empuñó su arco. Una gota de sudor encontró la curva hacia su vientre. La diosa cerró los ojos, sintió la caricia en su piel y suspiró. No muy lejos de allí, oculto entre las nubes, el dios del viento se acariciaba despacio.
Llovía. Las gotas resbalaban por tu paraguas, como lágrimas de un tiempo olvidado. Y en silencio – ese que hoy es tan lúgubre – nos mirábamos despacio. Tus ojos eran un espacio infinito, un insólito paraje donde imaginé perderme. Tus labios se abrieron despacio, sin emitir sonido alguno, tal vez una palabra urgente, un latido que se escapara por tus poros y quisiera arrastrarme. Despacio, el reloj se detuvo. Sobre nosotros, el tiempo nos observaba, impertérrito. Las ancianas piedras se susurraban viejas historias, reían, dejaban que el agua se deslizara sobre su fría piel, mientras su sombra nos acunaba. Debajo de un arco del acueducto te acercaste a mí. Yo temblaba. Tú también. Ni una solitaria fotografía, ni un detalle de ti. Sólo tu voz y tus palabras grabadas en mi piel. Promesas hechas a la luz de una pálida bombilla que iluminaba un cuarto vacío. Noches insomnes, como un tubérculo escondido bajo tierra, en las que escuché tu risa. Horas robadas al sueño. Palabras dictadas al aire, escritas en papeles en blanco, que se borraban al pulsar “delate”. Siempre impregnadas del temor del rechazo, de ese “no vendrá”, “me dará calabazas”, “estoy haciendo el tonto – de nuevo -“.
Pero ese día fue distinto. Ahí estabas tú, enfundada en una sonrisa traviesa. Una mano sosteniendo un frágil paraguas y la otra apoyada en mi pecho. Hoy hace nueve años de aquellas caricias compartidas, besos robados, orgasmos enfundados de ruegos: no te vayas, todavía es pronto. Las noches de hotel que se sucedieron despacio; escapadas habitadas de miradas furtivas al reloj, de sudores embadurnados de prisa.
Sin un por qué, nos perdimos la pista. Una noche olvidamos recordarnos. Quizás era más fácil que el tiempo se adueñara de nuestro recuerdo. Y sin embargo, fuiste la primera que creyó en mí.
Hoy te recuerdo como entonces, con la sonrisa cómplice, el corazón azorado. Hoy pienso en ti y no te olvido, aunque ya nunca pueda hablarte al oído. Y duele. Hace tanto daño. La vida es un regalo, un capricho del que disponemos por tiempo limitado, y el tuyo caducó antes de plazo. Jamás te olvidé. Siempre fui tu duende. Tú nunca dejaste de recordarme, lo sé.
Un beso María. Allá donde estés.
Siempre te querré.
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