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El café humea sobre la barra del bar, negro, insolente y caliente, pozo sin fondo de mis pensamientos, donde me pierdo.

Sobre la mesa un periódico abierto de ayer, en las paredes fotos de toros, vírgenes y santos, en mi estómago una sensación de angustia. ¿Por qué será qué me siento así?, realmente debería pasar de todo pero, el ambiente está puramente impregnado de religiosidad.

Esta mañana al salir del hostal, la dueña ataviada de Domingo daba los últimos retoques a sus pequeños infantes mientras los aleccionaba sobre la necesidad de no llegar tarde a misa, yo la miré de soslayo mientras dejaba sobre el mostrador la llave de mi habitación. Un Cristo me observaba imperturbable colgado del quicio de la puerta, creo que debo huir de aquí.

La calle despierta perezosa, los camareros montan despacio las terrazas con sus chalecos de negro y oro, plata y escarlata.

Una niña morena se cruza en mi camino, el pelo ondulado le baila sobre los hombros creando cascadas de rocío donde no me importaría perderme, sus ojos, negros como azabache se me clavan como puñales. Me pierde el color de su piel morena.

Se escuchan tambores, lejanas letanías que me recuerdan vagas pesadillas, mis pasos se alejan de ellos, se pierden por estrechas callejuelas de encaladas casitas blancas, olor a azahar, placitas de naranjos en flor. Flores de colores se deslizan por los soportales, acordes de una guitarra flamenca se adentran en mis oídos, salen de un oscuro portal. Me asomo a hurtadillas, como un ladrón acechando a su presa, la luz se cuela por las rejas negras y el frescor del interior invita a entrar en un patio azulado. En el suelo las baldosas de cerámica brillan con el reflejo de la mañana, macetas de rosas, arcadias, mil flores acunan a mis ojos, me siento un extraño en el hogar de una princesa mora, desando mis pasos antes de ser descubierto.

Las callejas se entrelazan y se retuercen en ángulos imposibles, creo que me he perdido, esta plaza ya la vi antes.

La mañana deja correr sus minutos, el olor del pescadito frito despierta mis sentidos, en las terrazas descansan pequeños vasos de cerveza helada sobre mesas de madera, sus dueños me miran curiosos, asienten y comentan, juegan con los palillos en sus bocas, las olivas aliñadas comparten terreno con los chatos de vino.

¿Qué hacer, sentarme a empezar el día empapando mi paladar, o empapar mis ojos de niñas morenas con escotes imposibles que se pasean bajo el sol?, difícil dilema.

Tal vez deje para luego la caña fresquita, mis pisadas quien alejarse un poquito más y descubrir lugares escondidos. El Barrio de Santa Cruz me envuelve y absorbe, Sevilla, la cuna de mis acordes me espera. La Giralda vigila la entrada del Guadalquivir cual Diosa de Oro que es. La calle Betis me arrulla de olores y acordes, el Parque de María Luisa me acuna entre adelfas, naranjos, palmeras, rosaledas y jazmines.

Quiero sentarme junto Adolfo Bequer, ver las niñas de piedra con sus rosas rojas morir de amor a sus pies y, al anochecer cuando el sol muere en el Guadalquivir, sentarme en la orilla y perderme en el reflejo del ocaso...

Entre mis dedos.

Los Sábados de Mercedes.... "Sueño"




Desnuda…

Desnuda te veo, tumbada en la cama, de espaldas.
Tu piel…

Tu piel cálida me llama. Tu pelo…

Tu pelo negro azabache, lacio y largo se desliza por tu espalda, acariciando tu hombro izquierdo…

Tu piel…

De nuevo tu piel, blanca y tenue a la luz del amanecer…veteada de pecas marrones que juegan a besarse, a perseguirse por tu mundo…

Tus párpados, dormidos…esconden soles, que alumbran pasiones, mi vida…

En el cristal, gotas de lluvia se deslizan creando crisoles de colores que el alba difumina.

Una hoja ocre, caída del roble que acuna tu ventana, acompasa su caída con cada

latido de tu corazón.

Y yo, alargo mi mano mientras cierro los ojos, sueño con acariciar tu cuerpo, sedoso, de terciopelo…

Mis labios desean morir atrapados en tu miel, recorrer cada minúsculo pliege de tu

esencia y besarte. Mi corazón, late de urgencia, tu piel quema…y sin embargo…

El cristal que nos separa es demasiado frío, desde mi ventana, mi vaho te esconde…



Ayer la vi, encerrada en su urna de cristal, iluminada por una tenue luz rojiza, que lamía su piel en alargadas y flagelantes lenguas de deseo. Vine aquí escapando del pasado, de todo lo que pudiera recordarme qué soy, intentado dejar atrás el axfisiante entorno de mi propio mundo, donde cada rincón de mi existencia me recordaban el dolor que llevo acuñado en mi interior. He querido refugiarme en mi propio yo, alojándome en lo más hondo de mi océano, donde poder descansar mi cansada mente en una solitaria isla de palabras mudas. Ahora, he recorrido los intrincados callejones de esta laberíntica ciudad, donde el eco de mis pisadas se me mezclan con el retumbar de mis pensamientos, estrellándose contra cada adoquín, intentando grabar en ellos los episodios que intento olvidar. A mi alrededor, la vida vibra en una indescifrable mezcolanza de etnias, rostros y colores crean un crisol humano donde todo es posible. Llevo del manillar la vieja bicicleta holandesa, con su asiento de piel marrón y el faro plateado brillando al contacto con una indiscreta luna, que guía mis pasos rodando sobre el reflejo de los charcos. En mi corazón, crepitan las ascuas de un dolor que atenaza mi garganta, pidiéndome gritar su nombre y que deje abrirse las grietas de mis párpados, donde un mar de lágrimas moribundo se niega a desbordarse. Mi conciencia pide que ejecute un dictamen sobre la muerte prematura de mi razón, y deje huir la soledad y el miedo, pero me atenazo a ellos, como un náufrago a un podrido madero que el mar mece a su antojo. Y mientras tanto, la lupa de mi angustia busca razones entre recónditos secretos, para pedirme que no vuelva a ese callejón, junto la Iglesia Vieja, cerca de Oude Kerk.

Ayer la vi, su melena negra cayendo en cascadas sobre sus desnudos hombros, la mirada ausente, tal vez incluso, anhelante. Su piel, perlada de gotas de sudor, mi deseo rompiéndose a cada mirada, ardiendo como un papel donde estuviera escrito su nombre.
Me alejé despacio, tras observarla durante horas, escondido en las sombras, con el helando manto de la noche cayendo sobre mis espaldas. Entre mis manos, su fotografía, el día que la conocí, recién llegada de Colombia, con la sonrisa que iluminó mi mundo, y los ojos negros que robaron mis sueños.

Hoy, desando mis pasos, con el miedo grabado en mi mirada. En mi bolsillo un pasaje de avión, en el otro, un último deseo. Llego a su puerta, la miro a los ojos, y sin palabras pronuncio su nombre. Siria Calamaco.

Unos ojos negros se graban como ardientes ascuas en mi piel, recorriéndome como un rayo sol que atraviesa la lente de una lupa, abrasando mi interior, preguntando sin palabras. Una mano abre despacio la puerta de cristal, de su interior, una suave música se mezcla con el olor de las violetas, rompiendo mis esquemas, disgregando mis defensas, que caen por la borda de un barco que se hunde. Entro despacio, mis ojos clavados en los suyos, con la distancia que nos separa acortándose unos milímetros. Mi mente viaja en pos de alguna quimera, tal vez más fácil de alcanzar que su piel. Mi corazón retumba alocado en mi pecho, mientras en mi estómago una invisible soga crea el patíbulo hacia el que me encamino. La puerta se cierra tras de mí, con un suave murmullo de cerrojos corridos, giro entorno mío, buscando su mirada que he perdido un instante. La cortina, del color de sus labios rojos, se desliza para abstraernos del mundo. Nos hundimos mutuamente, sin palabras, en la iridiscencia de nuestros iris, sin atrevernos a despegar unos labios que podrían dictaminar tantas palabras que harían daño. Me acerco, cediendo terreno vedado, acerco mis manos, hasta rozar las puntas de sus dedos, sintiendo la electricidad que recorre su piel. Deslizo mis yemas sobre sus brazos, que caen inertes, hasta alcanzar su cuello, la línea de su mandíbula, su barbilla, deteniéndome en sus labios. Su respiración, agitada a cada centímetro de piel recorrida. Siento el temblor a través de su vello, hasta que, para mi asombro, sus labios besan mis dedos, dejándose caer sobre mí, como una niña perdida en mitad del bosque. La acojo entre mis brazos, la acuno dulcemente, posando mis labios en su pelo. Unas lágrimas saladas se deslizan sobre mi cuello, naciendo de una herida abierta en un corazón desgarrado. El tiempo es melaza, colándose por los jirones de mi alma.

El interminable instante llega a su fin, dejándonos exhaustos de perdones no dictados. La tumbo en un pequeño sofá, y se aovilla como un pajarillo herido. Cierra los ojos, y la tapo con una fina manta de lana azul. La miro, la respiración acompasada, los ojos cerrados, el sueño plácido, de quien ha conseguido encontrar la paz. Apago la luz del farolillo rojo, y cierro la puerta despacio. Sobre la mesa, he dejado un billete de avión, para que vuelvas a Calamaco, mi amor.

Ni un paso atrás!!



Madre, hoy, he matado.

Todavía siento el temblor del miedo en la punta de mis dedos, el ruido de las explosiones, los gritos de los heridos, el sabor de la sangre deslizándose desde mi frente hasta mi boca, sucia, pringosa, untada del barro por el que nos arrastramos.

No sé por qué estoy aquí, nos sacaron a la fuerza de nuestras casas, nos metieron en camiones, como animales y estuvimos toda la noche en la carretera. Jamás había salido del pueblo, lo sabes, y sin embargo ahora estoy metido en esta locura de la que nunca he pedido ser protagonista.

Madre, tengo frío, la temperatura es antihumana en las ruinas de esta ciudad. Nos arracimamos en pequeños grupos alrededor de improvisadas hogueras, la comida es escasa y la moral menor todavía. A mi lado está Mikhail, ¿te acuerdas de él?, es el hermano pequeño de Iván, el panadero. Los encontré en el mismo camión donde me metieron a la fuerza.

Iván ya no está.

Le volaron la cabeza ayer. La bala entró por la frente, dejándole un pequeño agujero por donde no entraría ni el dedo meñique, pero al darle la vuelta en el suelo, le faltaba toda la parte de atrás, un sanguinolento agujero estaba donde crecía su pelo.

Lo peor fue al llegar.

El camión frenó en seco al alcanzar la orilla del Volga, junto a decenas de vehículos iguales. Nos bajaron a gritos y, conforme lo hacíamos, nos pusieron en fila. Al primero le dieron un fusil, y al de atrás un cargador. Los gritos eran atronadores, la violencia de los mandos desmesurada. Desconcertados, nos subieron en unas pequeñas embarcaciones, la cara de miedo e incertidumbre de mis compañeros era tan cruda como la mía. Un oficial con galones se subió a la barcaza y empezó a gritarnos que debíamos tomar la colina de Stalingrado por el honor de la URSS, por Stalin, y por todos los camaradas muertos. No se permitiría la deserción, cualquiera que diera un paso atrás sería ejecutado, deberíamos ir en parejas, uno con el fusil y otro con la munición, cuando cayera el soldado armado el otro recogería el fusil y seguiría luchando. No se permitiría ni un paso atrás.

En ese preciso momento un stuca alemán descendió en picado rociándonos con una mansalva de plomo. Me tiré al suelo, junto con mis compañeros, desde allí pude ver como el oficial caía al suelo con el pecho agujereado, una enorme detonación hizo saltar toneladas de agua por encima de nuestras cabezas, los gritos se confundieron con el llanto de los ¿soldados?.

Pasado el momento de pánico, otro oficial tomó el mando de la barcaza y dio la orden de partir. Miré a mi alrededor, docenas de barcazas como la nuestra iban de un lado a otro del río, unas cargadas con soldados, otras, las que volvían a la otra orilla, vacías, llenas de muertos o cargadas de mujeres y niños. Una barca pasó a escasos metros de la nuestra, en la barandilla, una niña de unos 10 años clavó sus ojos negros en los míos, la cara, sucia y el pelo como el estropajo, en su expresión, no sé que vi, miedo, desesperanza, hambre. La estela del timón dejó mi corazón huérfano, por un instante había dejado de escuchar el mundo que me rodeaba, pero el motor de un nuevo stuca cayendo en picado sobre nosotros me devolvió a la realidad. Me volví a echar al suelo, junto a los asustados camaradas que supuraban terror, como yo. Esta vez, la explosión fue más fuerte, nuestra embarcación se vio sacudida de tal manera que estuvimos a punto de volcar, esa fue la primera, de las muchas veces, que empecé a sentir que nunca volvería a casa.

Nos volvimos a levantar a la orden del oficial, a nuestro alrededor, el mar se había sembrado de cadáveres y restos inidentificables, maderas y petróleo flotaban en un amasijo incontrolado, un vestido azul, con ribetes blancos, me hizo recordar el gesto de una niña, la siguiente explosión me cortó el poder de pensar.

Con un tremendo golpetazo, arribamos a la otra orilla, los gritos de los mandos se hicieron esta vez agónicos, salimos tropezando entre nosotros hasta el muelle de madera, desde donde la visión era desgarradora. Enfrente nuestro, la colina se erguía amenazadora y truculenta, vestida de cuerpos que yacían en horrendas e inverosímiles posiciones, agujeros que supuraban agua sucia y sangre, vehículos calcinados, y sobre ella, las ruinas de una ciudad que nos pedían que liberásemos y, desde la cual, un inmenso ejército alemán, bien entrenado, alimentado y armado, nos masacraba sin piedad.

La orden fue tajante, liberar la ciudad, o morir, ya sea a manos de los nazis o de nuestros propios camaradas. A punta de pistola, mientras que un grupo de tiradores se apostaba detrás nuestro para evitar las deserciones, fuimos obligados a lanzarnos al suicidio. Mi corazón latía desenfrenado, mi mente se negó a pensar y el miedo invadió cada poro de mi piel. Avanzamos agazapados, en parejas, corriendo a través de las interminables zanjas, hasta que salimos a campo abierto.

El tableteo de las ametralladoras era atronador, sin descanso, llevándose en cada ráfaga la vida de más uno de nuestros camaradas, dejando sobre el húmedo suelo la piel que exigía el Partido. No sé qué sucedió después, las imágines son inconexos, recuerdo correr, gritar, llorar, caer al suelo envuelto en la onda expansiva de una granada, después el silencio. Desperté lleno de sangre, pero no era la mía. A mi lado, Konstantin, mi compañero, se agarraba las vísceras que manaban de su vientre mientras gritaba el nombre su madre. Cogí su fusil y me agazapé tras un pequeño muro, mi cara era un amasijo de suciedad, tierra y sangre, mis ojos me escocían de las lágrimas que no paraban de manar, como si me hubiera convertido en un manantial. Las balas seguían zumbando a mi alrededor, cargué mi arma y me tumbé en el suelo, como me había enseñado papá, apunté hacia el nazi que tenía a 50 metros, al mando de una MG-42, y que barría sin descanso el terreno donde se hacinaban los cuerpos de mis compañeros caídos. Respiré hondo y dejé mi pulso marcar el ritmo de mis dedos, y disparé. El soldado cayó sin vida sobre la misma arma que utilizaba para matarnos. Otro soldado ocupó su lugar, y volví a disparar, y después otro…

Al final del día conseguimos coronar la colina. La tierra está empapada de sangre, los supervivientes nos unimos en un grupo que fue despejando casa por casa, los disparos eran continuos.

Ahora ya ha anochecido, he conseguido un trozo de papel y una pluma del bolsillo de un oficial nazi, y te escribo envuelto en el dolor y la tristeza que nos acompaña.
No sé cuando volveré a casa, esta locura no parece tener fin, tan solo espero poder volver a abrazaros.

Escucho disparos, la locura vuelve a empezar, deseo seguir vivo mañana para volveros a escribir, debo dejaros, vuestro siempre.

* * *

- ¿Sargento, qué hacemos con este?

- Metedlo en una bolsa, como el resto.

- ¿Y la carta?

- Quemadla!!

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