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Negación



Nunca pensé que a mí me pudiera pasar esto. Es ilógico, irracional, incluso totalmente irresponsable por mi parte. Cada vez que lo pienso, que lo siento, un escalofrío recorre mi columna vertebral, como si aplicaran los dos polos de un desfibrilador sobre mi pecho pero, en vez de convulsionar mi corazón se trasladara a la parte anterior de mi espalda, comenzando en la nuca y bajando hasta la cintura. En ocasiones, también va acompañado de un molesto nudo en el estómago, el cual provoca ansiedad, falta de oxigenación en los pulmones y una aceleración del ritmo cardiaco. Visto de esta manera podría parecer que sufro alguna grave y/ó rara enfermedad, pero es algo más simple que todo eso realmente. Ya quisiera que yo me diagnosticaran un Carcinoma 256 de Walker o un Fenómeno de Shartzaman e incluso, por rizar el rizo un Síndrome de Sjögren-Lrsson. Sinceramente, no conozco los síntomas de todas estas enfermedades, pero suenan tan extrañas que podrían ser más llevaderas que mi mal propio, el cual tiene un nombre tan simple, que hasta me da vergüenza expresarlo, ni escrito y mucho menos, en voz alta.

Todo empezó, como empiezan estas cosas, por el principio, sin darte cuenta y tomándote completamente desprevenido.

Justo debajo de la oficina hay un pequeño pub, lo abren a las 7 de la tarde hasta las 2 de la mañana entre semana. O´Bryan, su dueño, es un irlandés oriundo de Limerick que aterrizó en España buscando un trozo de tierra donde el sol brillara algo más que en su jardín a orillas del río Shannon, donde la bruma es el tópico diario y las pintas de Guinnes ruedan en las barras de los bares como inberbes en un lupanar. A pesar de su decisión no pudo evitar sentir añoranza de su verde y fértil tierra, así que intentó traer un trocito de Irlanda a las calles del lugar elegido para renovar su vida. Tras varios intentos por encontrar el lugar idóneo, se decidió por los bajos de un antiguo edificio de finales del XIX. Aprovechando las vigas de madera de sus altos techos, el estuco blanco de las paredes y el suelo de loza marrón oscuro, vistió de maderas nobles, lámparas de araña negras, cuadros y escenas cotidianas rurales irlandesas y algún que otro barril de madera, utilizado como improvisada mesa, el local que se convertiría en el segundo hogar de un inmigrante en tierra extraña, y de más de un parroquiano que, como yo, adoramos la Guinnes, el whisky irlandés y la buena música celta.

Allí es donde, cada tarde, después de una ardua y larga jornada laboral, desparramo mis huesos para regar mi seca garganta con esos placenteros brebajes, antes de volver al hogar donde deberé enfrentarme a la desafiante labor de convertirme por unas horas en un buen padre de familia. Cada día es más difícil. Mi mujer, con la que no recuerdo los años que convivo me recibe arisca y cansada, harta de una vida que no le aporta más que variantes de una directora de internado, luchando contra unos rebeldes adolescentes que cada día, le pierden más el respeto mientras ella, zozobra en su cordura.

Así que, pensando en el bonito paisaje que me espera en el momento de cruzar la puerta de mi hogar dulce hogar, remoloneo entre profundos y vidriosos vasos de whisky, o Guinnes, que para el caso igual da. Hundiendo cada día mis naves, dejándolas ir enarbolando la bandera de la derrota, guiadas por los cantos de sirenas que me conducen irremisiblemente a estrellarme en los arrecifes de Artemisa.

En una de esas tardes, cuando mi estado de embriaguez empezaba a sobrepasar el punto de apoyo de mi consciencia, entraron varios colegas del Buffet. Como siempre, la ronda del licor de cebada corrió como la espuma de mar por los acantilados del Infierno, donde en más de una ocasión quise dejar desparramados mis huesos. Hablamos, reímos, cantamos, criticamos a este y aquella. Las risas eran continuas mientras la sangre de mi cuerpo empezaba a destilar grados como un alambique. Los más valientes aguantamos el paso de la hora de las brujas, mientras que aquellos más diligentes rindieron cuentas y abandonaron el barco, sabedores de las consecuencias que arrastraría el amanecer.

Estábamos sentados en uno de esos camarotes de madera separados por biombos, como si fuéramos pasajeros del Orient Express, tan sólo faltaba Agatha Cristi para completar el reparto. La rubia de subdirección fue la última en desertar, con el bamboleo de sus caderas embutidas en un más que estrecho traje de fina licra negra. Desapareció por la puerta de vaivén, sujetando con fuerza el bolso de piel donde escondía los gramos de farla que se metería al llegar a su apartamento, antes o después de follarse al portero del edificio, un chaval de no más de veinte años que había sucumbido a los encantados de una doncella de Channel con el alma de diablo y los labios de una Diosa Griega. Afrodita estaría encantada.

La música serpenteaba por los altavoces ocultos por redes de pesca. Van Morrison nos deleitaba con “Have I Told You Lately That I Love You” mientras tu sonrisa iluminada por las tenues luces del local bañaba mi mirada. No sé bien cómo ocurrió, reíamos, nos contamos en breves frases la vida, mi mano se apoyó en la tuya, que jugueteaba con una servilleta de papel sobre una mesa forrada de miserias, como mi vida. Tú levantaste la mirada, absorta en la línea de humedad que descendía por tu pinta, casi vacía. Un escalofrío me recorrió el cuerpo entero, cada minúsculo vello de mi ser sufrió una erección cutánea, dejándome sin habla, envuelto en la bruma del alcohol. Mis labios quedaron sellados, sin poder emitir sonido alguno, mi flácido corazón, aburrido de latir siempre en la misma arrítmica carencia, cayó de bruces al trote descontrolado de un sprinter alocado. La electricidad que traspasó nuestros dedos hizo volar el papel sobre la mesa. En un momento mi vida, mis creencias, la coherencia de mis elecciones cayeron derrumbadas por un huracán que partía de la punta de tus dedos. Jamás habría podido pensar que algo así, yo, el hombre formal, clásico y leal a pesar de las inclemencias de la vida, pudiera ocurrirle. Escuchas historias, lees artículos en la prensa, en Internet y siempre piensas, “a mí jamás me ocurriría”.

No sé bien qué fue. Tu juventud arrolladora, la fuerza que denotaba tu mirada, el halo que desprendía cada una de tus palabras o la suavidad sedosa de tu piel. Eras la persona más joven del buffet, te licenciaste no hacía más de 3 años y ya te habías cobrado una reputación que a mí me costó años lograr. Siempre en ese pedestal en el que te había subido la falta de arrogancia.

Dilaté el momento, eternamente. Caí en las zarpas de un incongruente deseo que nacía de la profundidad de un inconfesable delirio. Y allí mismo, sin pensarlo, atrapado por tus cenicientos ojos, tus labios fueron míos.

Hoy, sentado ante la carísima mesa de mi despacho, con una aspirina efervescente burbujeando en un vaso de límpida agua, te rememoro, instante a instante. Diluyendo cada imagen en un largo episodio. Tiemblo, sufro, casi lloro. Me miento y me compadezco. Me angustio y acallo los remordimientos con dulce veneno.

Unos dedos golpetean suavemente mi puerta, que se abre silenciosa, ansiosa. Tu presencia inunda mis pupilas, una sonrisa cómplice, que nos une. Te alisas la corbata con la mano izquierda, mientras con la derecha acaricias la mejilla recién afeitada, cuya piel anoche fue mía.

Emboscada




El cielo, plomizo, cubre el campo de batalla, con su manto grisáceo. Estoy tumbado en el suelo, arrastrándome hacia mi objetivo, silencioso. Es el momento de demostrar mi valía. Los proyectiles enemigos vuelan a mi alrededor, incrustándose contra las paredes y el suelo. Veo saltar las volutas de polvo delante de mí, me arrincono en mi protectora esquina, mientras respiro hondo, tranquilizándome. Tras de mí, mis compañeros de armas avanzan metro a metro, conquistando terreno enemigo. El sudor empaña mi campo de visión, resbalando a la par bajo mi uniforme, donde el chaleco antiproyectiles se ajusta protectoramente a mi torso.

Una nueva salva se estrella cerca de mi posición, es el momento, miro a mi camarada que me cubre tres metros a mi izquierda, quito el seguro del arma y salto hacia delante en un alocada carrera para alcanzar mi nuevo parapeto. A mi alrededor los proyectiles zumban como abejas enfurecidas, aprieto el gatillo en un torbellino de adrenalina, esperando que alguno de mis disparos alcance su objetivo, mientras ruego por la puntería de mis compañeros, no quisiera recibir un impacto por la espalda. Tras una ventana sin cristales y con los goznes de las puertas de madera desvencijadas, vislumbro la sombra de un uniforme, apunto un delirante instante y apreto el gatillo mientras caigo al suelo detrás del contenedor de basura metálico, antes de desaparecer tras mi nuevo escondrijo puedo ver como el impacto alcanza a mi enemigo en el hombro izquierdo. Uno menos.

Escucho gritos a mis espaldas, un compañero ha caído alcanzado en la cabeza, desde mi posición puedo ver la rojiza mancha que cae sobre sus ojos.

Apreto fuertemente mi arma, asomo los ojos un instante mientras efectúo una rápida descarga sobre las paredes del edificio, cubriendo el avance de mis compañeros. La respuesta no se hace esperar, varios impactos se estrellan contra la esquina del contenedor. Miro tras de mí, al punto de ver como un compañero es alcanzado en una pierna. No puedo moverme, las descargas enemigas se recrudecen, y varios impactos se estrellan contra su cuerpo. Me arrastro hacia el lado contrario del contenedor, asomo despacio la mira de mi arma, y disparo si apuntar una ráfaga tras otra. De repente, todo queda en silencio.

Cuento hasta 10, y vuelvo a empezar, respiro hondo, afirmo mis pies en el suelo plagado de agujeros y salgo arrastrándome hacia un pequeño muro de piedra, desde allí, me separan tan sólo unos metros a la entrada del edificio. Las ráfagas de contención no se hacen esperar, siento los impactos a mi alrededor, no quiero pensar, me levanto en un último salto, en el momento en que dos proyectiles se estrellan contra el trozo de tierra que ocupaba un instante atrás. Me echo a tierra, con la enfebrecida cadencia de mi corazón golpeando mi pecho. Unos metros más, tan sólo unos metros más…

Miro el hueco vacío de la puerta del destartalado edificio donde se guarece el enemigo, si puedo llegar hasta ella podré cogerlos por sorpresa, y con suerte, asestar un golpe en su retaguardia, aniquilándolos. Cierro los ojos, vuelvo a comprobar mi arma, no deseo quedarme sin munición en el momento más crítico. Golpeo mi casco con mi mano, para infundirme valor, cuento hasta tres y efectúo la última carrera. Mis botas vuelan sobre el asfalto, esquivando los cascotes que cubren el suelo. Un metro, las detonaciones se recrudecen, dos metros, escucho gritos en ambos bandos, tres metros, tenso el dedo sobre el gatillo de mi arma, cuatro metros, cruzo el umbral a la par que un grito salta de mi garganta estrellándose en las desnudas paredes de hormigón. Cinco metros, aprieto el gatillo en un alocado frenesí, delante de mí cuatro enemigos vuelven sus armas, la cara demudada de espanto. Los proyectiles vuelan estrellándose contra sus cuerpos, el tiempo se ralentiza como si pudiera ver la escena en cámara lenta. Alcanzo al primero en el pecho, y un rojizo cráter nace de su uniforme, giro el arma a la derecha, disparo de nuevo apuntando a su cabeza, puedo ver estrellarse el proyectil entre sus ojos, el tercero se refugia tras un pilar, mientras el cuarto efectúa una rápida descarga sobre mi cuerpo. El tiempo se detiene, el corazón cae en picado, mientras siento el impacto de los proyectiles sobre mi pecho.

Levanto el brazo, en señal de derrota, sobre el mono de plástico blanco dos machas rojas de pintura señalan los puntos donde he sido alcanzado.

Por hoy, la guerra ha terminado, la próxima partida de paintball me esforzaré más.

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