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Con un adiós




Mi muerte la dejo en manos de otros, que sepan mejor que yo qué deben hacer con el envoltorio de mi existencia. No cedo mis palabras a nadie, en ellas encontrarían la angustia que ha anegado cada uno de mis días. Dejo un deseo dormido, que nadie más que ella sabría encontrar, pues se oculta invisible en la bolsa de mis recuerdos infantiles, donde la perdí. Quedé expuesto a sus manitas dulces, a su aterciopelada sonrisa. Fuimos juntos creciendo acompasados por la lluvia que repiqueteaba en el cristal de la buhardilla, en la que los libros de Edgar nos arrullaron con sus misterios. Vi nacer sus diminutos pechos, hasta convertirse en dos melocotones dulces que fueron mi tentación, mi veneno. Vi alargarse sus torneadas piernas, domingo tras domingo de primavera, cuando las familias de ambos se juntaban al lado de su tía, la monja, en la primera fila de la iglesia, esa a la que rehuimos por ser el patrocinio de las mentes vacuas. Preferimos huir al sotobosque, perdernos en los senderos que nos llevaban lejos de la civilización conocida y crear un mundo paralelo donde no existieran reglas que atizaran nuestra carne pálida. Y así nos dejamos llevar por la desenfrenada galopada de nuestros jóvenes corazones. Urdimos alocadas aventuras, dibujamos nuestra sonrisa en las nubes, cedimos nuestras quimeras que fueron arrastradas por el viento. Yo te veía crecer, y cada año transcurrido, sin darme cuenta, estabas un poco más lejos de mí.

Sin darnos cuenta la niñez se la llevó un viento frío que provenía de las faldas de su madre, me arrastraron lejos de ella, y su sonrisa se volvió torcida. Se murió la alegría de su rostro, y ese verano, me vi huérfano de su presencia.
Hasta ayer.

La vi vestida de blanco, subía en una calesa cubierta de flores. No sonreía. Yo pasaba montado en mi vieja BH camino de la mina, un hombre con un elegante traje oscuro me apartó del camino, y caí cuan largo era en la hierba donde jugábamos a ser piratas en un mar de esperanza. Una lágrima se desprendió de sus ojos. Y una brecha se abrió en mi interior.

La vi partir, el adiós vistiendo gotas de lluvia que lamían su velo.

Hoy, miro mis muñecas desangrándose en la bañera, en mis manos la carta que leen ustedes, la imagen, recreando el cuadro de Marat. Firmo con un adiós.

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