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Antes de dejaros con este relato, unas palabras, una pequeña despedida. He compartido con tod@s vosotr@s mis letras durante mucho tiempo, ahora, durante una franja insospechada del mismo, me voy a alejar de este mundo por cuestiones laborales. El destino me lleva a Italia, el portátil se viene conmigo, por supuesto, pero sé a buen seguro que no voy a poder escribir ni publicar nada durante mi estancia allí, sólo espero que al menos, volver con nuevas historias que contaros, y que las musas me acompañen allá donde vaya. Un gran y afectuoso abrazo a todo aquél que viaje por mis letras.

Descansa la maleta abierta sobre el jergón donde mis sueños desperezan lánguidas ilusiones. A través de la ventana abierta de mi pequeño apartamento se cuelan las luces de una ciudad que se rinde de nuevo al ocaso de un sol vespertino, que se tiende tras las montañas del antiguo barrio de Mala Strata. El cielo, teñido de añil, dibuja pinceladas en un lienzo que bien pudo pintar la mano de un gran artista; tal vez Van Gogh se viera reflejado en él, como en un campo de estrellas, creando sus melancólicos trazos en cada nube de suave algodón, adornados de lágrimas de sol. En el Moldava, las incansables barcazas danzan entre remolinos de espuma, desde pequeños botes de colores con asientos de madera hasta grandes embarcaciones, como el Jazz Boat Kotva, que ofrece a sus clientes cenas a la luz de las velas amenizadas con las sugerentes melodías de un cuarteto de jazz. Hasta mí llegan las notas de “Stella by Starlight” llevadas por la brisa del atardecer, la melancólica trompeta me trasporta mientras cierro los párpados y creo ver de nuevo eso ojos negros, atrapados en el fondo de un local bañado de esperanzas. Recuerdo su silueta recortada bajo la mortecina luz de las velas, el humo creando fantasmales formas a su alrededor y el brillo de una gota de cerveza juguetona en sus labios.

Aterricé ayer en el Aeropuerto de Ruzyne, Praga. Recogí mi escaso equipaje y me deslicé entre la marabunta de abotagados turistas hasta llegar al exterior de la terminal. En la puerta los taxistas intentaban hacer el agosto con los recién llegados, vendiéndoles trayectos al centro de la ciudad a distintos precios, desde 20 a 30 euros, según lo que se empeñen en regatear. Es algo extraño pero habitual en esta ciudad europea el que, a pesar de que dispongan de tacómetro, jamás lo usen, y se deba de acordar el precio de cada trayecto antes de subirse en el vehículo. Algunos turistas más avispados se fijaron en los monovolúmenes que, con un precio fijo, les llevarían hasta al hotel cuando se llenaran las plazas. Yo los dejé atrás, después de lidiar con algún conductor que intentaba venderme un viaje “económico”. Dirigí mis pasos hacia las paradas de autobús y esperé a que llegase el mío, el 254 o el 119, el primero que pasara, que con 20 coronas, algo menos que un euro al cambio, me acercaría hasta la parada de metro de Dejvice, en la Avenida Evropska, donde haría transbordo hasta mi destino con el mismo billete. ¿Cómo decirlo? Ventajas de no ser un turista accidental.

Algo que me maravilla de los checos, es su sistema de transportes, eficaz, puntual y económico. Un chirrido de frenos me devolvió a la realidad mientras estaba enfrascado en la lectura de un libro de bolsillo, un blanco autobús con líneas transversales de color azul se detuvo frente a mí, las puertas automáticas se abrieron y me invitaron a subirme a él. Mi dominio del idioma es bastante básico a pesar de haber pasado una pequeña temporada en la ciudad, afortunadamente el inglés, que domino algo más, pero tampoco como para dar palmadas de alegría, es básicamente indispensable para los extranjeros, aunque creo que en cualquier lugar del mundo decir “Ticket” es universal. El largo trayecto de una hora hasta la ciudad lo dejé pasar absorto en el conocido paisaje, los ojos en ese duermevela característico de los viajeros cansados, hasta que, por fortuna para mí, el autobús se detuvo en la última parada. Final de Trayecto y comienzo de otro, tres estaciones de metro me separaban del centro, donde tenía reservado un diminuto apartamento con vistas al río, el único lujo que me he permitido después del trayecto con la compañía de Low Cost, otra aventura más de interminables horas de vuelo y esperas en el aeropuerto, ya que desde mi ciudad no hay conexión directa de esta compañía, con lo cual el periplo Valencia/Estocolmo, Estocolmo/Praga me ha costado una eternidad de horas de espera. Al menos, he llegado.

Las calles del centro histórico de Praga rebosan vida a cualquier hora del día, y al llegar la noche, se transforma en un cautivador entramado de laberínticas callejuelas donde es fácil perderte. De improviso puedes pasar de una concurrida calle llena de joyerías donde te ofrecen bellas piezas de ámbar, tiendas de suvenires y restaurantes, a encontrarte en medio de una calle desnuda, donde tan sólo se escucha el repiquetear de los tacones de tus zapatos, creando mil ecos que reverberan a cada paso. La farola, con la pálida bombilla amarillenta, me guió hacia el antiguo portal donde debía encontrar al dueño del apartamento alquilado por internet. Para un viajero como yo, autónomo y solitario, que busca salirse de los circuitos convencionales aún cuando esté en una ciudad turística, los casi ilimitados recursos de la Web son cada día más maravillosos si cabe. Si no tienes miedo a las aventuras y a un posible fraude, pues nada hay imposible en el mundo electrónico, atrévete a viajar con la mochila en el hombro y unas cuantas reservas en papel de folio impresas en tu casa; te sorprenderás del presupuesto con el que puedes hacer viajes que ofrecen en las agencias y que siempre has pensado que estaban fuera de tus posibilidades.

La cuestión es que ya estoy aquí de nuevo, he regresado a la ciudad que me enamoró y que me robó mil sonrisas, donde un trozo de mi pequeño y caduco corazón se quedó a la espera de mi regreso, y donde unos maravillosos ojos negros me arrebataron el sentido. Mi sonrisa se perfila en mis labios, hace tiempo que la tenía olvidada, guardada en el baúl de los malos rollos. Supongo que es difícil mirar al mundo que nos rodea y plantarle buena cara, esa es la parte que siempre ha fallado en mí. Lo sé, el optimismo no lo cargo jamás en mi equipaje. Sin embargo tampoco soy una persona depresiva. Al contrario, intento enfocar las cosas con realismo, sin querer ver más allá de lo que soy capaz de alcanzar con la mirada, para que la vista no me engañe y se pierda en ensoñaciones estúpidas que no hacen sino fabricar ilusiones que se precipitan al vacío, como las murallas de un castillo de arena barrido por la marea. Esa fue la razón por la que huí de esta ciudad hace dos años. El temor a que mi fortaleza se viera conquistada, que un caprichoso viento soplara en la dirección equivocada y que el fuego que me invadía se apagara y quedara reducido a cenizas que más tarde volarían en mil direcciones opuestas, para perderse y quedar todo mi mundo deshecho, reducido a una nada absoluta. Sí, tuve miedo, de repente no podía saber qué iba a ocurrir al día siguiente, si al despertar el cálido cuerpo que compartía mi lecho desaparecería y me encontraría un espacio vacío donde antes estaba la razón de mis delirios. Y cada madrugada, cuando abría los ojos, el terror me invadía, alargaba una mano, encontraba su cintura y me abrazaba a ella, como si fuera la tabla de salvación a la que un naufrago confiara su destino. Y no podía seguir así. Por ello, huí.

Está grabado en mi memoria cada momento vivido aquel día, desde que abrí los párpados hasta que fui consciente de que estaba huyendo. Traicioné su confianza, herí sus sentimientos y dejé tras de mí un rastro de dolor unido al tufo de mi idiotez. Todavía puedo oler el aroma de su pelo cuando cierro los ojos, sentir el tacto de su piel en las yemas de mis dedos, imaginar el sabor de sus besos, escuchar su tenue respiración, ajena al traidor que empacaba sus escasas pertenecías en un ajado hatillo de piel, guardó una foto de ambos tomada bajo la dorada luz de un atardecer y cerró la puerta tras él, sin un adiós, sin un beso de despedida ni una explicación que pudiera hacer de esa huída un trago más suave, menos amargo. El silencio quedó como respuesta a sus preguntas. El miedo como razonamiento de mis acciones. ¿Me justifico? No, no lo hago. Ha pasado demasiado tiempo, y he aprendido a reconocer mis errores, y éste es tan sólo uno de muchos, aunque de una gravedad insospechada. ¿Qué he hecho desde entonces? Lo que mejor sé hacer. Vagar por el mundo y dejar pasar el tiempo hasta darme cuenta de que soy un estúpido que ha echado su vida por la borda.

¿Demasiado tarde para dar vuelta atrás? Quizás. Pero no siempre todo está perdido. O al menos, no hasta que no lo intentas y lo sabes con certeza.

Al final, cuando crees que te has forjado unos ideales, que de tu vida tú eres el único timonel de este bergantín, una ráfaga de viento te desvía del camino, una tormenta se interpone en tu derrota y ves cómo el rumbo trazado se emborrona al caer las primeras gotas de lluvia sobre la carta de navegación. Entonces, todos tus cálculos, las horas pasadas observando las estrellas se vuelven frágiles y estériles, y el aullido del viento te empuja caprichosamente hacia delante, siempre hacia delante. Pero: ¿a dónde?

De vuelta a la ciudad dorada. A las laberínticas callejuelas donde dejaste un día un trozo de tu vida, al escenario de tus pesadillas, pues es en ellas donde habitas desde que dejaste tu vida rota, sin más. ¿Alguna cosas más? Sí, el renqueante dolor que me atenaza, el ulular de mis demonios que me escupen obscenidades en mi oído, me dicen que he sido un necio, que dejé la mejor parte de mi vida tumbada en soledad en una habitación bañada por el frío sol de un amanecer que la encontró desnuda y frágil, con un baño de lágrimas por rostro, y un afilado puñal clavado en su interior, que bailaba al ritmo de su llanto, desgarrando más y más esa herida, mientras se preguntaba el por qué, y no encontraba respuesta.

Tomo aire, los pulmones se quejan, debo dejar de fumar pero hoy no es el día. Los nervios me atenazan en estómago y siento un nudo en mi garganta, como sin un ente invisible hubiera echado un lazo sobre mi cuello y estuviera empañado en apretarlo despacio, cada vez un poco más, hasta dejarme sin respiración. En mi dictamen policial pondría: muerto por asfixia. Pero no encontrarían ni una prueba del asesino. Sonrío, una mueca reflejada en el espejo, un temblor en los labios. Estoy cagado de miedo.

La calle está desierta, me lanzo a traspasarla, he descubierto que si intentas no pensar en lo que debes de hacer, es mucho más fácil enfrentarte a ello. Han pasado algo más de dos años desde que huí del campo de batalla, deserté del ejército de los sentimientos y me lancé a ese vacío que es la soledad. Creí que me sentiría bien arropado por ella, pero está visto que ha sido así, de lo contrario no habría vuelto. Soy un necio, lo sé. ¿Qué pretendo hacer esta noche, llamar a la puerta de su casa y decir “hola, he vuelto”? Es un plan descabellado, pero no tengo otro. He intentado llamarla por teléfono, pero cada vez que he estado a punto de marcar el último dígito me he quedado helado, con la mano convertida en una estatua de hielo. En alguna otra ocasión he querido escribirla, confesarle mis temores, explicarle por qué me marché, pero las letras se han negado a nacer de mi pluma, el papel en blanco me ha mirado insolente y me ha echado en cara mis culpas, mis errores, y ha terminado hecho jirones en la papelera en un acceso de rabia incontrolada que me ha sorprendido a mí mismo. ¿Cómo he conseguido llegar entonces hasta aquí? No lo sé. Hace una semana realicé la reserva del avión y del alojamiento, me despedí del trabajo e hice de nuevo el equipaje, volví a echarme al hombro el hatillo de piel, desgastado por el uso y, aquí estoy, dispuesto a quemar todas mis naves. Aunque sólo me queda una triste baladra con las velas agujereadas y dos cañones de 6 libras dormidos en la cubierta desierta, igual que dos cadáveres de una guerra perdida, con el óxido rezumando de sus ánimas, como la sangre de un toro herido de muerte en medio del tendido, que boquea en busca de su último aliento, mientras sus ojos tristes suplican una compasión que se niegan a otorgarle. Así estoy yo, herido de muerte, sabedor de que no merezco una segunda oportunidad, a punto de que la espada que atraviesa mi lomo se clave en mi corazón y deje al fin de latir. Quizás entonces encuentre la paz.

Mis pasos se detiene ante la cancela de su portal. Busco su nombre en los timbres y lo encuentro escondido entre Honzík y Kristýna, me tiembla el pulso, mis dedos se han convertido en mantequilla, mi entereza a huido en una escapada cobarde, mi garganta me quema y noto un fuerte dolor en el pecho. Los segundos se estiran y caen fugaces por los costados del tiempo. He llegado hasta aquí, y ahora, me rindo sin plantar batalla, me convierto en un petimetre asustadizo que es incapaz de apretar el botón de un timbre. Total, para qué, me justifico, después de tanto tiempo seguro que ya no vive aquí, se habrá mudado o, quizás, viva con alguien. O acaso me creo el único ser del Universo. Me doy la vuelta despacio, desando mis pasos, recupero un ápice de dignidad y levanto la barbilla que roza mi derrota, me detengo en la esquina de la calle, antes de seguir adelante, giro la cabeza por última vez y dejo caer la espalda en la pared, los ojos clavados en su nombre, que adivino escrito junto al timbre, a diez metros de mi. Cuento hasta diez, veinte, treinta. Dejo escapar los números de mi boca, hasta alcanzar el millar, pero no me atrevo a volver.

Una luz se ilumina en el portal, mi corazón se detiene, la puerta se abre con el chirriar de bisagras y unas ruedecitas de goma aparecen seguidas de un carrito de bebé. Tras él, una mujer joven conduce el cochecito de color miel. Salen los dos al exterior, doblan hacia su derecha y se dirigen hacia mi posición. Siento que me va a explotar el corazón en el pecho, un ardiente bombeo que me palpita en las sienes. La mujer lleva el cabello largo, de color negro, una chaqueta de piel marrón que llega hasta sus rodillas, donde se puede adivinar el corte de una falda, que deja al descubierto sus rodillas. El repiqueteo de sus botas se adueña de la angosta callejuela. La blancura de su piel contrasta con la oscuridad que nos rodea. Me quedo apelmazado a la pared, como la hoja de un árbol impulsada por el viento. La claridad de una farola ilumina el interior del carrito, una mano regordeta me saluda, y unos inmensos ojos azules se clavan en mi rostro. Debajo de ellos, una perfecta sonrisa me invita ser feliz, y un escozor se adueña de mis ojos. Ella está un metro escaso de mí. Lleva la mirada clavada al frente, ajena a mi presencia, como si fuera un fantasma que invisible la espiara en la oscuridad. Sigue igual de bella que el último día que la vi. Quizás más. El tiempo ha sido misericordioso con ella, le ha otorgado paz y amor. La veo alejarse, con el sonido de sus tacones acompasado por el dulce chirriar de las ruedas. No he sido capaz de hablarle, no he podido. ¿Me habrá reconocido? Me dejo llevar por la oscuridad que me acoge silente. Dirijo mis pasos hacia el otro extremo de la calle, hacia un destino impreciso. Imagino las aguas negras del Moldava y sueño con su abrazo. Sonrío, con una sonrisa sincera, con un destino preciso, marco de nuevo un rumbo en mi viaje, alzo todo el trapo y cierro a babor. Quiero cazar las olas mientras aún tenga en mi retina la sonrisa de esa pequeña criatura. ¿Qué edad tendría? No era un recién nacido, más bien, parecía… Un estremecimiento me acongoja. ¿Podría tener dos años?


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