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Epitafio




Qué bellos eran tus ojos, cuando yo me perdía en ellos. Te recuerdo, siempre lo hago, como el primer día que te conocí. Puedo parecer cursi, sí, no serías la primera que me lo dijera, o demasiado romántico, uno de mis defectos, creo. Pero al final, así es como soy. Y de esta manera me conociste, no he podido cambiar en todo este tiempo, lo sé. Por ello, tú tampoco has podido llegar a aceptarme.

Y sin embargo, pese a todo, yo te amo. ¿Podrías explicármelo? Porque yo, no puedo. En ocasiones, cuando detengo los pasos de mi vida y reflexiono sobre el pasado, creo que tú fuiste el peor error de mi vida. ¡Qué dolor me produce tal pensamiento! En ese interludio, cuando la razón se abre paso a través de la nebulosa del corazón, una grieta se abre en el fondo de mi alma y mil millones de razones para odiarte afloran hasta convertirse en un llanto incontrolable, una cascada de dolor que evapora mi angustia, por no tenerte. Ya ves, ¿cómo mi contradicción es tan grande? Mi discernimiento se tambalea colgado de una frágil hebra de tu pelo, azabache, como el lunar que coqueto, sonríe prendido en tu mejilla.

He visto pasar los años a nuestro alrededor. He visto tu talle dueño de abrazos que no eran los míos, mientras mi amor, perenne, moría en unos labios que no se atrevían a suplicar tus prebendas. Fui pastor de tus alegrías, desde mi ventana, cuando la dicha hizo aparición en tu vida en forma de pequeños retoños, que como gotas de agua llevaban tu sonrisa prendida en sus labios. Fui el oculto guardián que vigilaba sus correrías, que limpió y curó en secreto sus heridas, cuando el tiempo les fue arrebatando su niñez y tú sin darte cuenta, te refugiaste en el silencio. No fuiste la única que perdió a tu marido en una contienda injusta, sin sentido, pero sí te dejaste llevar por la desgracia más de lo que ninguna otra se permitió.

Así, cada año, cada década, te hundiste en ti misma sin querer ver el mundo que te rodeaba, ¿lo recuerdas? Yo sí, cada día, como un clavo ardiente en mi alma.

Y a pesar de todo, y cuando debería haberte vuelto el rostro, en sueños, en el mundo de un caprichoso Morpheo, quise vestirte de magia, y no tuve más que atisbos de realidad, quise mecerte en mis brazos, y te empeñaste en purgar mis pecados a base de cada nota, arrancada con mis dedos a las hebras de tu pelo, que se enredaban caprichosas, jugando con mis delirios. Y entre besos y caricias de fatua inverosimilitud, fuimos cayendo en el precipicio de la locura, arrebatados del deseo, que nos hablaba al oído, caprichoso, sugerente. Fuimos uno, atrapados en nuestra piel, unidos por cadenas invisibles, que bajo tu luz, brotaban como heridas sangrantes, de un corazón malherido, en el calor de la noche. Hasta que el amanecer me encontraba rendido en una cama vacía, donde yo era el único y extravagante actor de mis locuras.

Cuánto tiempo perdido en una vana lucha por conseguirte, cuando sabía sin duda el resultado de mi ingrata justa, para acabar hoy junto a tu fría sepultura.

Hoy, cuando los años pintan canas y en mi corazón todavía palpitante no se ha marchitado el amor que un día te prometí en soledad, te acompaño en un silencioso viaje, al que has decido partir sola, pero que prometo acompañarte, sin tardanza. Tal vez allí donde estés, pueda darte alcance, acercarme hasta ti sin miedo, tomar tus manos entre las mías y decirte, mirándote fijamente a los ojos, que te amo.

Premio de Autores Reunidos

Valgan estas palabras, para agradecer de todo corazón a los compañeros de


por el premio otorgado a mi relato La Urna en la categoría de Ficción.

Es un honor y un placer para mí lucir este Premio en mi Blog y compartir el texto con todos vosotr@s que me leéis al otro lado de mis letras.

Este relato premiado, verdaderamente es la segunda parte de un texto más extenso publicado con aterioridad en mi Blog, por lo que, para todo aquél que le apetezca investigar, os pongo el link de la primera parte: La Urna y a continuación, os dejo con el texto premiado:



La Urna, segunda parte.

Gerard abrió la puerta del laboratorio y empezó correr por el pasillo iluminado, por diminutas luces de neón adosadas al techo. Preso de una gran excitación, chocó de frente contra el guardia que vigilaba el acceso al Centro de Control.

- Lo… lo siento – consiguió articular entre torpes balbuceos, a sus pies, la placa de identificación se había desprendido de su uniforme y yacía boca arriba con su foto mirándole acusadora.
- ¡No se puede pasar! El Área está cerrada a todo personal ajeno al lanzamiento.

La voz del guardia armado sonó dura y enérgica, a través de la rejilla que ocultaba su boca. El casco protector le cubría la cabeza y el rostro, con una mínima abertura a la altura de los ojos, protegidos por una lámina de plástico irrompible.

Gerard recogió su identificación y miró con fijeza a los ojos del guardia. Dos fríos lagos azules le aseguraron que no iba a ceder por mucho que insistiera. Esa batalla estaba perdida. Derrotado, dio media vuelta y dirigió sus pasos vacilantes hacia la sala de descanso. Hacía tres días que fue destituido de su cargo como Supervisor de turno por el Almirante Svyatoslav sin motivo alguno. Desde entonces, había vagado por los laboratorios de pruebas, observando el software Beta que se emplearía en el procesamiento del Proyecto Génesis. Hasta ahora habían utilizado la versión 3.0, y su labor en estos momentos consistía en solventar varios fallos de secuenciación para la nueva versión. Pero la Urna, como era llamada coloquialmente la Transmisora de Hipnorealidad por el personal del Caribdis, la nave insignia de la Flota, se encontraba en el Centro de Control. Al menos la operativa. En el laboratorio nº4 se encontraba la versión “Cero”, que fue utilizada para las pruebas preliminares con primates.

- ¡Esa era la solución!

Gerard se sintió impulsado por una repentina euforia. Todavía no estaba todo perdido. Echó a correr por el pasillo, entró en el ascensor y pulsó la tecla del nivel 7. Debía llegar hasta el laboratorio y poner en funcionamiento la Urna “Cero”.

Durante los últimos tres días se había devanado los sesos en busca del por qué de su sustitución.

Las pruebas con los voluntarios humanos habían constituido un éxito sin precedentes, a no ser que contara los fallos en el regreso. La teoría de la Hipnorealidad aseguraba que el individuo viajaría mentalmente a un tiempo prefijado. Hasta ahí se había comprobado su viabilidad a través de los informes realizados por los voluntarios a su regreso. El problema era que no todos habían regresado, o al menos, no todos vivos. El último voluntario lo encontraron al abrir la Urna, con la garganta degollada tras ser inducido al S. XV en plena Batalla de Azincourt.

Fue entonces cuando Gerard se planteó la viabilidad del Dilema. La teoría defendida por algunos de los científicos del proyecto sostenía que: “era posible que los viajes en el tiempo inducidos en la mente, fueran de hecho, verdaderos. De modo que la mente del viajero llegara a suplantar la de una persona real en el tiempo y lugar al que era inducido”. Con, o sin sentido, Gerard había llegado a creer en esa teoría. Sobre todo desde la noticia de que el Presidente de la Federación Universal (FU), Tsubasa Hinata, había sido invitado por el propio Almirante Svyatoslav a probar la Urna, en un gesto de autosuficiencia.

Desde entonces Gerard empezó a atar cabos, y llegó a la conclusión de que el Almirante pretendía asesinar al Presidente induciéndolo en algún momento crítico de la Historia, más si cabe, al conocer la pasión del propio Tsubasa por la II Guerra Mundial.

Las puertas del ascensor se abrieron al alcanzar el nivel 7. Pasó su identificador por el escáner y entró en el Laboratorio nº 4. Las luces se encendieron al acceder al interior gracias a un detector de movimiento. Estaba solo en el inmenso laboratorio. Se dirigió al lado opuesto de la sala, oculta por un manto de fibra metálica se encontraba la Urna “Cero”, con su alargada forma que recordaba un antiguo sarcófago egipcio. Encendió los monitores, retiró la protección de la urna y abrió su tapa de Kevlar. En el interior, el líquido amniótico empezó a burbujear cuando los niveles adquirieron el nivel adecuado.

La decisión estaba tomada, debía volver a algún tiempo indeterminado del pasado y evitar que el Presidente entrase en la Urna.

Tecleó la secuencia de lanzamiento en el ordenador principal, se desnudó y, tras dejar el proceso en automático, se sumergió en el cálido líquido, que lo recibió como el acogedor vientre de una madre. Se ajustó la mascarilla y pegó a su piel los parches autoadhesivos, de los que colgaban finos cables que controlarían sus constantes vitales. Suspiró, y dejó caer la puerta de Kevlar con suavidad, mientras su cuerpo se hundía en el fondo de la Urna. El sonido del cierre automático le llegó atenuado en el interior del sarcófago.

En la pantalla del ordenador, la orden automatizada comenzó su marcha atrás. 10, 9,8, 7, 6, Gerard cerró los ojos, mientras una sensación de aturdimiento le embargaba. 5, 4, 3 ya no había vuelta atrás…2, 1. Cero.

Gerard abrió la puerta del laboratorio y empezó correr por el pasillo iluminado, por diminutas luces de neón adosadas al techo. Preso de una gran excitación, chocó de frente contra el guardia que vigilaba el acceso al Centro de Control.

- Lo… lo siento – consiguió articular entre torpes balbuceos, a sus pies, la placa de identificación se había desprendido de su uniforme…El bucle seguía su curso…

Z

Memorias de Marrakech

La calleja, estrecha, está infestada por sus cuatro costados de miles de variopintos artículos. Resulta imposible no detener la mirada en ese precioso collar de plata que descansa en un perfecto lecho de fieltro negro, o que tus ojos no se vean arrebatados por el tumulto de colores que nace del interior de las tiendas. Babuchas puntiagudas, cítaras colgando del mástil, brillantes teteras o bellos y trabajados vasos de cristal. El mundo es un crisol de insólitos artículos, realizados con el mimo y la habilidad de los artesanos bereberes, que llegan ante nosotros para arrebatarnos sonrisas y estupefacción. Sin embargo, y en cuanto tu mirada se detiene por más de un imprescindible segundo en un artículo, el dependiente sale a la sazón provisto de su sonrisa encantadora. Ya estás perdido, descuelga el artículo, te lo pone en las manos. ¿Bueno, verdad? ¿Qué cuesta? ¿Cuánto pagarías por él?

La trampa ya está trenzada, y tú caes como un simple meapilas, pobre ingenuo que nunca ha sabido qué era un regateo, ni el por qué debe discutir por su valor. El primer tropiezo, dar con un precio justo. Para empezar, el artículo en cuestión tan sólo lo mirabas por curiosidad, ¿Cómo hacérselo entender? El vendedor te ase del brazo, ya estás embadurnado de melaza, y las moscas hacen acopio del dulce aroma del dinero que presumen debes llevar en tu cartera. Tu mirada se tiñe de un gris cenizo cuando el sonriente dependiente te dice un precio desorbitado, que no pagarías ni en tu propio país. Te sientes vulnerable, frágil. ¿Qué hacer? El regateo puede ser rápido, o interminable. El valor del producto puede variar de un precio inalcanzable a uno realmente irrisorio, cuando al final tienes en tu poder el producto de tu esfuerzo, te preguntas si has pagado lo correcto por él, y más aún; ¿Tú querías comprar eso? Llegas a la habitación del Riad, un pequeño y precioso palacio reconstruido, un remanso de paz en la locura de Marrakech. Te sientas en un precioso puf de piel de camello, disfrutas del sabor de un té verde con menta, el murmullo del agua acuna tus recuerdos y te dejas llevar. Tu cámara pide auxilio, no cabe una imagen más, el cuerpo te arde, y tú sólo piensas en los ojos negros que se cruzaron con los tuyos en la Plaza Jamaa el Fna.



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