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Velaré tus sueños



Esta obra está registrada en el Registro de la propiedad intelectual.

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Este libro fue escrito entre paseos interminables contigo, fiel compañero.
Allá donde estés.
Detrás de esos ojos tú mientes 
Detrás de esos ojos te escondes
 
3 DOORS DOWN


Cuando me preguntan: ¿Cómo escribir? Siempre respondo: una palabra a la vez.
Stephen King


Hora de acostarse, Doc. Que duermas bien. Sueña con dragones y cuéntamelo por la mañana.
Stephen King


Y acaso la mayor bendición fue que nunca supimos que nos quedaba poco tiempo
Stephen King






Velaré tus Sueños. Capítulo Uno.
La puerta se abrió al segundo golpetear de nudillos y su sonrisa, cálida e inmensa, inundó el umbral.
Samuel lucía el aspecto desenfadado de quien se encuentra seguro en su terreno. El delantal blanco, inmaculado, como un buen cocinero experto. El pelo, recién cortado, con el brillo justo y el flequillo caído sobre su frente
La invitó a entrar, tomándola por la punta de los dedos de la mano derecha, con la que había llamado a la puerta. Ella, sorprendida y encantada, se dejó llevar. La falda blanca volaba sobre sus pies, enfundados en unos zapatos de punta negros, que mostraban el brillo de la piel morena de sus tobillos. Le sonrió, y cuando lo hizo, un hoyuelo se marcó en su mejilla derecha. Los ojos, envueltos en el rímel de sus pestañas, gráciles cual alas de mariposa, volaron del suelo a sus ojos y de nuevo a la punta de sus zapatos, coqueta.
La puerta se cerró, con un suave ronroneo de pestillo automático, y él la guió al salón a través de un pasillo enfundado en elegantes esteras de junco. La luz, débil y mortecina, provenía de unos pequeños apliques árabes engarzados en ambas paredes, que iluminaban delicadamente fotografías en blanco y negro, imágenes antiguas, étnicas.
Al entrar en el comedor la música de Rosa Passos les envolvió, “Sonrriu para mim” parecía arropar cada pequeña esquina de la estancia. Ella se volvió y le cogió las manos, sus caderas se movieron al ritmo de la música y él, sorprendido y encantado se dejó llevar. Las velas titilaban en sus candelabros, el incienso inundaba el aire con su perfume, y dos desconocidos se miraban a los ojos, al compás de la bossa nova.
En una esquina, un cuadro renacentista con un rollizo Cupido afinaba la puntería mientras acechaba a los amantes anónimos, presa fácil de sus delirios.
Samuel se detuvo en medio del salón con la sonrisa pintada en los labios, se dirigió a la mesa donde en una cubitera, reposaba una botella de Moët Chandon bien fría. Hizo volar el corcho con maestría y escanció dos copas, ofreciendo la primera a Estela.
-  ¿Brindamos? – dijo él, a la vez que alzaba su copa.
- ¿Como la canción? – añadió ella con picardía. De fondo, un melódico George Benson les invitaba a entrechocar sus copas con los acordes de “I'll drink to that”
El frío líquido atravesó sus gargantas como néctar de dioses, y sus paladares lo recibieron encantados. Tras el brindis, la acompañó hasta el sofá, mientras al oído le susurraba que no se moviera, porque iba a acabar de preparar la cena. En unos segundos, Samuel desapareció por el extremo opuesto del comedor, y ella se quedó tan sólo acompañada por la melodía que envolvía el salón.
Buena música, ambiente sensual y acogedor, y un perfecto anfitrión, ¿qué más podía desear? Estela se relajó en el sofá, sus dedos acariciaban con delicadeza la suave piel de los almohadones, mientras sus labios cantaban en silencio acompañados de la música de Van Morrison, que había tomado el relevo, incansable.
- Esto es una locura – pensó – pero en todo caso, una dulce locura. Me estoy comportando de una forma absolutamente irracional. Si me lo hubieran contado, no me lo habría creído.
-   ¿Todo bien? – la voz, apagada por la distancia, provenía de la cocina
-   ¡Perfecto!
Casi le pareció una grosería elevar la voz, en todo caso, esa no era su casa. Hacía tan sólo dos semanas que lo había conocido.
Entró en uno de esos chats del IRC aconsejada por Marta, su secretaria, esa pequeña fisgona metomentodo que no podía estar nunca callada. Estaba empeñada en que tenía que hacer más vida social, que pasaba demasiado tiempo en la oficina, que nunca la veía con hombres y que como se descuidara, se le iba a pasar el arroz. Tal vez, esta última frase, la más manida y fea de todas, fue la que le hizo arriesgarse, en todo caso, no tenía nada que perder.
Así fue como una noche después de cenar sola, como siempre, se permitió la osadía de entrar en ese extraño mundo. Se sentó delante del  PC del escritorio vestida con un fino camisón de seda, adoptó la posición del loto en la cara silla de oficina con el teclado entre sus piernas, y ahí comenzó la aventura.
El instante que se puso a hablar con él, es indiferente. Su Nick: “Da Vinci”, le atrajo desde el primer momento. Quizás porque era completamente distinto al resto de los, en ocasiones, escatológicos nombres que circulaban por la pantalla: “Pecho Lobo”, “Treintañero27”, “Amador de nenas”, entre otros muchos. O tal vez, por culpa del suyo propio, “Mona Lisa”, en honor del cuadro que presidía el salón de su casa; una reproducción, claro está. El auténtico lo pudo ver hace varios años en el museo del Louvre, en París, entre unas escandalosas medidas de seguridad y a casi una decena de metros. Para ello tuvo que pelear hasta hacerse un hueco entre los apiñados turistas con sus cámaras ultra modernas, que disparaban sin piedad para intentar captar un sorbo de su sonrisa.
Cruzaron rápidas frases, un primer saludo, elegante, sutil. Le llamó la atención el lenguaje cuidado y refinado, pulcramente escrito, sin una sola falta de ortografía y con las palabras adecuadas. Pasaron a hablar de ellos mismos, del porqué de encontrarse de esa manera, tan casual y extraña como eran las letras a través de la distancia. Ella le habló de su trabajo, de su soledad, de las relaciones fallidas y el tiempo, asolador, que se apoyaba en sus hombros día a día. Él le habló de las mujeres que habían intentado entrar en su vida y había rechazado una tras otra, ya que nunca se ajustaban a ese perfil que se había auto impuesto, y cómo los años no perdonaban, dejándole profesionalmente en la cumbre y personalmente en el desierto.
Quedaron para el día siguiente, como dos adolescentes sonrientes, y entre los nombres de la lista del IRC se buscaron mutuamente. No tardó en ser insuficiente la palabra escrita, y al cabo de dos días más, en un arrebato de insurrección ante sus propias convicciones, Estela le dio su número de teléfono. Su voz sonaba aterciopelada a través del auricular, le hacía temblar las piernas y que el estómago se convirtiera en un nido de mariposas. Cada noche, al llegar a casa, anhelaba que llegara la hora concertada para poder engancharse al dulce momento en que sus voces se unieran, durante interminables minutos hasta que el sueño y el cansancio la vencían.
Por todo ello, no dudó ni un segundo cuando él la invitó a cenar.
¿A qué restaurante?, preguntó ella. ¿Qué mejor restaurante que mi propia casa?, respondió él con picardía. El juego había empezado, ahora a ella le tocaba mover la ficha en la dirección elegida, y avanzó, sin dudarlo.
Samuel le había hablado siempre de su habilidad culinaria, de los deliciosos platos que preparaba con las recetas provenientes de cada uno de los países que visitaba.
Y allí estaba ella, sentada en el sofá de su casa, con una copa de Moët Chandon en una mano, mientras seguía con la cabeza el ritmo de la música de Van Morrison y acariciaba los almohadones con la otra.
Samuel apareció en el umbral de la puerta, en sus manos portaba una bandeja de variados canapés, sushi japonés, tempura de verduras y ensalada tailandesa.
- Espero que sepas usar los palillos – comentó, esbozando una sonrisa.
- ¿Lo dudas? – contestó Estela mientras se levantaba del sofá, camino de la mesa de teca, dispuesta con elegancia.
- ¿Otra copa? – era más una afirmación que una pregunta, ya que el líquido caía sobre la copa de Estela, creando remolinos.
Entre sonrisas y cumplidos, degustaron los manjares que, según Samuel, había preparado durante toda la tarde. La conversación fluyó por viajes, música, arte, mientras las copas se vaciaban y llenaban en un ritmo pausado, pero sin descanso.
Estela, estaba cada vez más convencida del indudable atractivo de Samuel, y las cosquillas que le hacían las burbujas de champán en la nariz, no hacían más que estimular la libido dormida desde hacía tanto tiempo. Con el último bocado de sushi, él se levantó, recogió la mesa y se dirigió a la cocina, a buscar el segundo plato, con una sonrisa perenne en sus labios.
El líquido tiene una peculiaridad, y es que tal y como entra, se empeña en salir, así que, aunque le había pedido que no se levantara de la mesa, ella, por no molestarle, se deslizó por el pasillo en silencio, en busca del cuarto de baño.
Pasó por delante de la puerta de la cocina, Samuel estaba de espaldas, y depositaba las sobras en el cubo de basura; sonrió, le gustaba ver a un hombre trabajar entre fogones. Avanzó por el pasillo, abrió la primera puerta a la derecha y encendió la luz, vaya, el cuarto de la plancha, pensó, apagó la lámpara y siguió la exploración. La siguiente puerta le llevó a un despacho, completamente forrado de muebles de caoba y con una elegante mesa de escritorio, presidida por la foto de bodas de una pareja, que supuso, sería de un familiar. Vaya, sí que estaba escondido el lavabo,  refunfuñó para sus adentros.
Otra puerta más, esta vez, con una cuna y peluches en un pequeño sofá. Estela, sorprendida, cerró tras de sí, llena de inquietudes. Miró hacia el otro lado del pasillo, en la cocina escuchaba de fondo el trajinar de las cacerolas. Un poco confundida entre el sopor del alcohol y los descubrimientos, siguió avanzando. El pasillo se bifurcaba ahora en dos, y creaba la sensación de andar por el tronco de una T enorme, decidió doblar a la izquierda, abrió la siguiente puerta y encendió la luz. Ante ella, una inmensa cama de matrimonio con el cabezal de forja le saludó, impoluta. Entró despacio, como si cada paso pudiera despertar a algún invisible ser dormido. Un extraño brillo llamó su atención, enganchadas a cada extremo del cabezal, e incluso en los pies de la cama, brotaban amenazadoras unas cadenas con grilletes en sus extremos.
La visión fue más que suficiente para ella. Dio media vuelta, dispuesta a salir de esa casa lo más rápido posible. Al volverse, chocó con la figura de Samuel, que la observaba sonriente.
- Disculpa – articuló entre pobres balbuceos Estela – iba en busca  del baño mientras preparabas el siguiente plato.
- No te preocupes, ya lo tengo casi listo – un brillo malicioso creció en sus ojos verdes.
- !Ah! ¿Sí!? Y ¿qué es…? – Las palabras salían apergaminadas de su garganta, mientras que sin darse cuenta de ello, sus pies le alejaban de él.
Samuel dio un paso hacia ella, ofreciéndole una mano, en un delicado gesto. Ella lo miró, mientras un temblor le recorría la espina dorsal.
- Cariño – la acaramelada voz de Samuel susurraba las palabras, que  brotaban de su boca, suaves como una caricia de terciopelo – el siguiente plato, eres tú.
En la mano derecha de Samuel apareció un cuchillo de cocina, afilado con precisión. El primer golpe, le arrancó la punta de los dedos de la mano derecha con la que se había intentado cubrir la cara, el siguiente, le cercenó media oreja mientras intentaba volverse para poder correr. Una mancha oscura se formó rápidamente en su cabellera, y un reguero de sangre borboteó por detrás de su sien.
Él la agarró del pelo en un intento de atrapar su presa, en sus manos quedaron enteros varios mechones de su cabellera rubia. Estela, desesperada y ajena al dolor que le inundaba, saltó por encima de la cama, mientras él lanzaba cuchilladas a su alrededor.
En un infantil puntapié, la punta de sus zapatos le rozó la mandíbula, a la vez que el cuchillo, en un giro inesperado, cortaba el tendón de su tobillo.
El dolor, insoportable, la dejó tendida en la cama, mientras la sangre manaba de sus heridas. A cada grito, el terror se volvía más real. La luz de la lámpara se reflejó en sus pupilas, y las lágrimas se deslizaron por sus mejillas, en un torrente de angustia.
Se apagó la bombilla del techo. En la habitación, tan sólo se escuchaba la desacompasada respiración de ella, mientras miraba en todas direcciones desesperada, con los ojos a punto de salirse de sus órbitas, en un intento por escrutar cada  rincón de la habitación.
La puerta se cerró de un portazo.
- ¿Por qué? ¿Por qué? ¿POR QUÉ? – la angustia se reflejaba en cada sílaba.
- Sh…sh…sh…, no te preocupes… – la voz le llegó desde algún punto de la oscuridad… – todo acabará antes de que te des cuenta.


Viernes 20 de Febrero. 22:50 PM.
- Dígame González, ¿qué tenemos?
- Mujer blanca, de unos 40 años, complexión  suponemos que normal, atada a la cama con esposas. El aviso nos llegó de la vecina de abajo, se formó una mancha extraña en su escayola y llamó al seguro, al no poder hacerse con el propietario acudieron al juzgado de guardia y aquí estamos. Los grifos del cuarto de baño estaban rotos, al parecer, a propósito. Puede que, el propio autor del crimen quisiera de esa manera que descubriéramos el cuerpo.
- No es una vaga especulación. Por cierto, ¿ha dicho que suponemos?
- Los restos son bastante escasos, señor.
- ¿Ella es la propietaria? – la voz proviene del orondo comisario Muñoz, que revolotea como un buitre por el comedor, con los aviesos ojos analizando cada detalle, mientras intenta representar la escena en su mente.
- Al parecer no, comisario, los propietarios o lo que suponemos que queda de ellos han sido encontrados, como decirlo…deshuesados en el frigorífico.
- ¿Deshuesados? – Muñoz arruga la nariz, el fétido olor del fondo del pasillo inunda todo el piso.
- Sí señor. Por el estado de los restos encontrados, presumimos que el mismo asesino se dedicó a comerse a los propietarios y adoptar su identidad.
- ¡Joder, hay que ser maquiavélico y desalmado!!
- Bien, me voy a casa González, téngame informado. Mi mujer me debe estar esperando y esta es la cuarta noche que no llego a cenar en toda la semana.
- Como usted ordene comisario, mañana le dejo el informe en su despacho.
- Mañana irá usted a trabajar González, dígales a los de la científica que quiero los resultados de los análisis el lunes a primera hora, sin escusas. – Muñoz da una palmada en el hombro de su subordinado y se dirige con gesto cansado a la salida del edificio.
La calle está desierta, el reloj digital del comisario marca las 23:17. Cruza el portal de su casa y sube a pie los escalones que le llevan a su hogar, un primer piso en el centro de Madrid.
Abre la puerta con sigilo, espera encontrar a su mujer en el sofá, frente el televisor del salón, o tendida en la cama enfrascada en la lectura de un libro. Detiene la puerta a medio camino, una sensación de angustia le asalta al pensar en enfrentarse a ella, no sabe qué va a decirle esta vez. Volver a entrar en esa casa cada noche, se ha convertido en un trago amargo, día a día, más difícil de digerir.
En la habitación del fondo, Adela, está sentada en el escritorio de su marido, delante de ella la pantalla del ordenador le hace sonreír. Ha creído escuchar la puerta del piso al cerrarse; debe ser él, piensa.
Escribe una última frase, para despedirse antes de cerrar la sesión.
- “Flor de Loto”: Hasta mañana mi querido príncipe, esperaré ansiosa nuestro encuentro. Besos.
- “Da Vinci”: Que descanses querida mía, velaré tus sueños.

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